
Por: Sara Nikol Poblano Flores
Fotografía: Hiram García Nevares
Todo empezó un lunes 16 de marzo. Bueno, en México, porque en otras partes del mundo ya había casos registrados desde antes. A partir de ese lunes, todas las personas que trabajaban en negocios no esenciales debían permanecer en su casa por el virus que estaba azotando al mundo entero. Pandemia global, escuché que decían en la radio.
Coronavirus. O mejor dicho, un tipo de coronavirus: SARS-COV… ¿2? Había un dos por ahí, en algún lado, pero ahora no puedo recordar bien dónde. La mayoría de la gente lo llama coronavirus o COVID, sin el diecinueve al final. Mucha otra gente no cree que exista tal cosa y lo adjudica a complots o conspiraciones del gobierno. Otros creen que es una manera de exterminar a las personas sin necesidad de recurrir a la guerra. Pero bueno, la gente siempre va a hablar.
Como la señora que tengo a mi lado en la parada del autobús. Baja de estatura, de complexión grande y facciones indefinidas por las redondeadas mejillas que han sido pigmentadas por la constante exposición al sol. Ella dice, a su comadre —Chonita, creo, si escuché bien— que eso de salir con cubrebocas es estúpido; que si Dios quiere que se enferme entonces se va a enfermar y ya. Habla sin escrúpulos, como intentando hacerse escuchar entre las siete personas que estamos esperando a que nuestra ruta haga la parada y poder zambullirnos en esas cajas de metal, calurosas —como siempre en esta época del año— y confinadas…
Confinados… Así deberíamos estar: encerrados en nuestras casas, manteniendo la sana distancia, cuidando nuestra salud y la de los demás. Pero no se puede, la vida de estas personas es al día, como la mía. Siempre haciendo cuentas e intentando que nos alcance hasta que nos vuelvan a pagar; siempre contando nuestro cambio con la esperanza de que nos alcance aunque sea para un refresco que nos quite la sed en este tórrido verano.
La comadre de Chonita le hace la parada a una ruta y su voz va desapareciendo, mezclándose con el sonido del motor del camión, del barullo incesante, de la muchedumbre acalorada, esperando tomar su ruta, cualquiera que sea su destino. La gente empieza a juntarse, llegan dos personas más, tres, cuatro, hasta que somos más de doce personas esperando en un mismo lugar. ¿Dónde está la sana distancia de la que tanto hablan en la tele y en la radio? Quién sabe, porque por aquí no la he visto.
Es julio y a la gente parece importarle cada vez menos, como si la memoria del temor a enfermarse se hubiera esfumado. Y es muy probable que sí. El hambre, la necesidad, es más fuerte que el miedo… Como todos, tengo prioridades. Más que nada, necesito comer, necesito pagar la renta de mi casa, necesito alimentar a mis dos perros y pagar los servicios. Así como yo, la gente tuvo que ordenar sus prioridades, y en esta sociedad creo que es muy fácil tenerlas claras. No es posible vivir sin trabajo —más bien, sin dinero—. Dudo que a las personas les importe exponerse al virus con tal de tener trabajo y poder ganarse la vida.
Mi ruta se acerca y alguien le hace la parada antes de que yo pueda hacerlo. Son seis personas, incluyéndome, las que esperamos la ruta que me llevará a mi lugar de trabajo. Soy mesera en uno de esos restaurantes de cadena, en donde nos visten con camisas blancas relucientes y faldas negras largas, con medias grises y aburridas; reflejando la monotonía de nuestros días. Ah, pero siempre con una sonrisa. A pesar de la monotonía, a pesar de la obligación, a pesar de que allá afuera medio mundo se está muriendo por las personas que salen sin necesidad alguna; personas como las que me toca atender día con día. Siempre con una sonrisa.
Subo de prisa, pero con cuidado, los escalones del camión y pago. El chofer, con el cubrebocas colgando de una oreja, voltea a ver a todos los que se suben, se pone bien el cubrebocas y arranca. Me sujeto del barandal, siendo consciente de que ha sido tocado por muchas manos antes que las mías y ¡maldición!, se me olvidó echar mi gel antibacterial en la bolsa. Para ser una persona que se jacta de ser precavida, tiendo a ser muy olvidadiza. Con pasos lentos logro llegar a la parte posterior de la máquina metálica, donde casi todas las personas usan cubrebocas, pero están muy juntos los unos de los otros, sudando, viendo el celular, agarrándose del barandal para no terminar azotando en el suelo sucio, por donde todos pasan. Algunos, pocos, intentan cuidarse, porque saben —como yo— que, a pesar de que no nos queda más que montarnos en el bus para llegar a trabajar, la salud es algo delicado y frágil. Algo que tomamos por sentado y que puede desmoronarse en cualquier segundo.
Parecemos sardinas, apretujados los unos con los otros; están los que van parados y los que van sentados y entre ellos veo a una señora, baja, morena, perfectamente bien peinada, con un niño en las piernas. El niño, extrañamente, no viene entretenido en el celular de su mamá… No, él viene observando por la ventana, tocando el vidrio con sus pequeñas y sudorosas manos de niño de cinco años. Por un momento parece que todo pasa más lento, los sonidos cesan, las personas paran. Y el niño sonríe. O eso puedo percibir por cómo se achican sus ojos, pues un cubrebocas del hombre araña cubre la mitad de su rostro. Me parece curiosa la presencia de la inocencia en un ambiente tan concurrido y lleno de intenciones inciertas, en donde la vida pasa de prisa, dejando a las personas sin la oportunidad de vivirla.
Subir y bajar del bus es la rutina de todos los días, la rutina de todos nosotros quienes vamos dentro de esta lata de metal con llantas y sin medidas sanitarias. Quizá lo que pasó con el temor a enfermarse no fue que se esfumó, sino todo lo contrario. Lo normalizamos. Convivimos con él todos los días, tanto así que se volvió parte inconsciente de nosotros. Sabemos que está ahí, pero no nos importa porque ya es algo común, ya nos acostumbramos a su presencia. O bueno, eso me pasa a mí. Seguramente habrá personas a las que les importe un reverendo cacahuate si se enferman, o no; si contagian a otros, o no; si alguien muere por su culpa, o no.
Observo a dos señoras con el mandado; bolsas medio vacías, otras medio llenas, con los artículos de la canasta básica. También puedo ver, dentro de una de las bolsas de plástico gris y delgado, una botella de refresco de dos litros. Siento un sabor agridulce en la boca y salivo sin percatarme… Ah, qué antojo de un refresco frío en botella de vidrio. Quizá saliendo del trabajo. Quizá.
Cada quien está en su mundo, en su cabeza. Pensando, como yo. O evitando pensar, no lo sé. Veo rostros perdidos, ceños fruncidos… Pero no veo ganas de estar ahí, por parte de nadie. Y es que, honestamente, ¿quién querría ir en bus por gusto? Puedo asegurar que nadie de los que estamos aquí, sentados o parados, deseamos, al levantarnos por la mañana, estar dentro de este pequeño horno, en donde todo huele a sudor, a comida, a humanidad.
Desde esta realidad en donde veo las cosas, desde la parte de atrás de un bus en una ciudad atiborrada de gente que está obligada a salir a trabajar para poder vivir — ¿o será mejor utilizar el término «sobrevivir»?—. A pesar de venir sudando la gota gorda, de venir apretujada entre las personas, incluso desde aquí puedo darme cuenta, aunque a veces se me olvida, que estamos viviendo tiempos históricos. Pero, me pregunto, ¿quién va a contar la historia?
Veo a mi alrededor: personas con sobrepeso, quizá con problemas diabéticos; personas que, como yo, tienen que salir de sus casas día con día para comer. Y entonces sé la respuesta… No creo que seamos nosotros.
En la nueva realidad todos tendrán que convivir de cerca con el coronavirus como nosotros, los que estamos en este bus, lo hemos hecho durante meses. El bus acelera y tengo que agarrarme con fuerza o terminaré en el suelo. Tristemente, en la vida allá afuera, quienes nos agarramos más fuerte para no caer somos los primeros en terminar en el suelo, pisados y llenos de tierra. Así que por eso creo que no seremos nosotros quienes contemos la historia, sino los otros.
Los otros que salen por placer. Los otros que, en caso de enfermar, cuentan con los recursos suficientes como para atenderse y sobrevivir. Los otros que no tienen que trabajar, no como nosotros, para comer. Los otros que parecen no tener la más mínima consciencia de todo lo que está sucediendo fuera de su burbuja. Los otros que sí van a salir adelante ilesos. Los otros que… Mi parada está cerca, solo unos cuantos minutos más.
Me acerco a la puerta con pasos lentos, no quiero terminar en el suelo. En ese momento escucho, aunque es probable que ya estuviera sonando desde mucho antes, que el chofer trae puesto un disco a todo volumen. Un disco de esas compilaciones que hacen en los mercados; reggaetón, banda, bachata. Son piratas, pero es para lo que alcanza.
Presto atención por un momento, pero la música se pierde con el sonido del motor del camión, del barullo incesante, de la muchedumbre acalorada, esperando bajar en su parada, cualquiera que sea su destino. Llega la hora de bajar y encaminarme al restaurante. Volteo a mi alrededor una última vez. Rostros cubiertos por delgados pedazos de tela me despiden, como esperando. Esperando a que todo esto pase. Esperando a que la vida sea mejor cuando el coronavirus decida irse. Bajo con cuidado, fijándome en donde piso. Mi reflejo, en la ventana de una panadería, me despide, esperando el momento en el cual podamos vivir bien. Aunque sea, vivir.