Por: Juan Pablo Duque

Fotografía: @soyreduke


En el balcón de la esquina, Doña María contempla el barrio como si se tratase de la última morada de la fraternidad o el valle que todavía no ha sido conquistado. Afuera del barrio todo parece gris. Tan jovial frunce el seño y oculta su sonrisa con una bocanada de humo; fuma, se ríe y en medio de ese humo se puede observar que le faltan dientes, y si no es por sus incisivos la encía sería quien gobierne su boca. Treinta años viviendo en estos suelos le han dado un instinto: «Joven, pregunte, pero no pregunte mucho», dice.

Doña María ambienta la conversación con música salsa y recuerda que si los barrios tuvieran un himno sería el del timbal, la conga y el bongo. Los barrios en Medellín suenan a salsa. Una escena periódica de las personas que viven en los barrios es la de los «muchachos» de la esquina dejando de discutir los viernes en la noche para cantar a todo pulmón y bailar lo que Don Héctor Lavoe coreó una y otra vez. Están ahí, en un barrio popular, son todos el «Juanito Alimaña» o el «Pedro Navaja», son los bravos del lugar porque tal vez no hay otra opción para vivir la calle, no es un cliché decir que en el barrio solo el bravo sobrevive. «La violencia por acá empezó hace como quince años», dice Doña María.

Por más ciencias sociales que haya, nadie sabe a ciencia cierta porqué un sicario se vuelve sicario. Dicen unos que es por la familia, otros por el contexto y al final nada, nadie sabe nada. Entre 1985 y 1996 Medellín fue un campo de batalla, la guerra entre narcotráfico y Estado asesinó a miles de personas; unos pudieron ser enterrados por sus familiares y otros siguen en el anonimato sin que sus cuerpos o huesos puedan ser llorados. Los pobres fueron la carne de cañón. Después de la caída del «Cartel de Medellín» las estructuras sicariales quedaron armadas y listas para seguir funcionando a la voz de otro amo, «no importa quién mande, desde que pague», dice K, exmiembro de unos de los combos criminales de Campo Valdés. Paramilitares y otros grupos utilizaron los servicios de las tropas creadas en las comunas, el ejército de esperanzados muchachos que soñaban con una vida mejor y buscaron una final feliz, pero no fue así, la historia es otra: los muertos se contaban en docenas, por día, en los peores años. «Yo conozco muchachitos que se jodieron desde los quince», dice Doña María y agrega: «No me pida ni nombres ni direcciones».

En los barrios hubo dos posibilidades para la juventud: una era ser el hijo de Doña María, o los «Juanitos Alimañas» o los «Pedro Navaja», los que bailaban salsa y tenían motos ruidosas, los que perseguían a las muchachas y se persignaban cada que salían a hacer «vueltas» y al final vivían bien, pero vivían poco. Otra opción fue huir, el éxodo y sus consecuencias estuvieron latentes, irse del barrio sin querer hacerlo implica infelicidad, y después sonreír como si no hubiera pasado pensando en el irrealizable anhelo de volver a donde la vida fue una alegría y a la vez una maldición.

Muerte o desplazamiento, la suerte estaba echada. El barrio no es un país, pero tiene reinos. Los reinos son las cuadras: la 47 y la 48 son las más calientes. Caliente en el barrio no es la temperatura, Medellín tiene un clima templado, lo caliente son las experiencias: acuchillaron a uno y el fluido escarlata de su interior adornó el acalorado pavimento sin que nadie se atreviera a limpiar, tal vez como mensaje, tal vez como memoria, recuerda K la primera vez que tuvo consciencia de la violencia. Caliente es el temperamento del barrio, sin embargo, sus habitantes tienen que ser de sangre fría. No es que el barrio sea violencia y ya, es que el barrio sobrevive, el fin y no el medio es lo que importa.

Medellín fue la cuna de uno de los narcotraficantes más buscados de la historia, el mito y la figura. El problema empieza cuando el mito y la figura decide utilizar a los jóvenes que emanaban de los barrios como su ejercito sicarial, porque el narcotráfico en Colombia se cuenta en asesinatos y desapariciones, no en series y películas. Si quieren saber de violencia del narco hay que alejarse de los shows y las idealizaciones. ¿Dónde estarán esas historias que no son televisadas?

La necesidad que abunda en los márgenes de la ciudad junto a un sistema de incentivos desbordado hizo que el hijo de alguien, el papá de alguien, el esposo de alguien o el amigo de alguien entraran al camino del crimen. En el tema de la droga los del barrio pusieron los muertos y los ricos la fiesta.

Doña María recuerda a «Galvis», un jovencito que al ver su fotografía es de gruesos anteojos, de camisa alargada, cabello enroscado, cara grácil y sonrisa discreta. Un día, cuenta ella, el muchacho fue llamado por los «jefes» de la esquina para cumplir su destino: agarró la pistola, caminó por la cuadra de arriba y abajo como si estuviera pasando los círculos del infierno o viviendo su pasarela. «Galvis» tenía quince años y miraba a los lados para asegurarse de que los testigos de su hazaña fueran suficientes; murmuraba nervioso. Empuñó su arma y repartió tres disparos a «Muñeca», una perra pastor alemán que llevaba varios días enferma sin pronósticos favorables. En el umbral del disparo nació un sicario y murió algo, no se sabe qué. «Disparar hace sentir vivo a cualquiera, lo enloquece», expresa Doña María para terminar su historia.

Los paisajes de las montañas llevaban sonando millones de años, desde mucho antes de que el barrio se poblara de casitas y casotas, de lenguas y músicas, la montaña era una gran caja de resonancia del viento; las quebradas seguían su cause haciendo una melodía, la geología es también sonora. A comienzos del siglo pasado entre los barrios de Prado y Aranjuez existían terrenos con inmensos valles y muchas quebradas, Campo Valdés es un barrio incrustado en la ladera Nororiental. En 1958 solo había potreros, casas de frágiles materiales y una iglesia construida en 1942.

Campo Valdés comenzó a llenarse de personas después de los años sesenta. Se construyó un mercado y por su cercanía al centro de la ciudad se convirtió en un lugar poblado por la clase trabajadora y un lugar tradicional. Doña María no se sonroja al responder que en el barrio «se vive bueno».

En los años ochenta y noventa, mientras que en Colombia la guerra entre guerrillas, narcotráfico y otros grupos armados incluyendo al Estado colmaban los titulares, en el barrio comenzaba, como dice Doña María, el «enredo». Los unos contra los otros, enfrentados y después siendo cómplices; microtráfico, extorsiones, asesinatos, en los barrios nacieron los combos, las «cuadritas»: «48» y «49», los sicarios de la Terraza y un sinfín de grupos que estaban al servicio del crimen. De pantanos y terrenos casi vacíos en los años de 1930 a un lugar de plena hostilidad a finales del siglo, el barrio nació y creció.

«La violencia siempre ha sido por las plazas», dice K. Las organizaciones criminales en Medellín funcionaban así: los combos, que se quedaron sin jefes tras la muerte de Pablo Escobar, empezaron una ofensiva sin tregua, pequeños grupos disputándose cada espacio de la ciudad, hasta que Diego Fernando Murillo, «Don Berna», estableció una organización donde el esquema criminal les beneficiaba a todos. Una paz perpetua no en el sentido kantiano, un pacto de silencio y complicidad que continuó con el derramamiento de sangre. Cambió el dueño, sin embargo, la violencia era la misma. En el barrio se aprendió a hacer duelos inmediatos, un día uno y al otro, otro. Vidas que no fueron lloradas más que por sus cercanos, todos perdieron a alguien, nadie salió ileso de la lluvia de sangre. “Conocidos que yo conocí murieron dieciocho en un mes y eso era diario, todos los días dos o tres muertos, muchachos de quince, dieciséis y veinte años”, señala Doña María. Las circunstancias violentas y sin tregua a las que se veía enfrentada el barrio no les permitía advertir el terrible crimen que se estaba cometiendo: los jóvenes ya no estaban ahí.

Mi barrio

Cuando tenía la edad escolar de aprender las reglas del castellano, en mi escuela la «República del Salvador», del barrio Campo Valdés, había algunos eventos que nos preocupaban un poco más a mí y los compañeros del grupo: tiroteos al lado de la escuela, desaparición de compañeros y sus familiares, amenazas constantes a profesores y el miedo de los docentes de estar trabajando ahí: ¿Los dueños del idioma han tomado clases en medio de una balacera? Un día llegaba un profesor a hablarnos de un tema, el «diptongo», y al otro día no llegaba nadie; después se hacía presente otro profesor y continuaba con otras cosas. No aprendí mucho.

Todo lo anterior hizo que el acercamiento a las reglas del castellano no llegase en mi niñez, pero sí aprendí con lujo de detalles a diferenciar el sonido de una bala al sonido de la pólvora. La memoria no es más que recuerdos encaprichados y olvidos importunos. 

En esos momentos el arte y la literatura eran completamente innecesarios, las competencias que necesitábamos eran las de la supervivencia. Aprendí geografía porque tuve que razonar sobre los lugares donde podía caminar y los lugares donde no; para un niño que le dividan el mundo, sus calles y posibilidades resulta, por lo menos, extraño. El concepto de frontera  me molestaba porque en los otros barrios sobrevenían otras cosas por conocer, en la Esmeralda, Brasilia y Santo Domingo. El problema acrecentaba con la idea de fronteras imaginarias que en su definición carece de sentido, no obstante, en la práctica sí lo tenía claro: mi cuadra era el único lugar seguro, una casa después ya no era un lugar amigable para mí ni mis amigos.

Profundicé en deportes porque teníamos que ser rápidos para correr cuando escuchábamos alguna balacera —lluvia de balas—. La instrucción era así: si no nos podíamos tirar al suelo, entonces a correr y «hasta encontrar un muro», como me dijo mi papá a muy corta edad. En mi memoria habita el recuerdo del día que estábamos jugando un partido de fútbol, llevaba el balón y comencé a pasarme a los jugadores contrarios con mucha facilidad —nunca fui especialmente habilidoso—. Para mi sorpresa los contrarios estaban inmóviles, no por mi talento, sino porque a unos pocos metros del juego agonizaba el cuerpo de un hombre baleado en la espalda y a unos escasos pasos un joven —que por su tamaño podría ser confundido con mi hermano menor— corría sin vacilar con un arma que, parecía ser por su zigzagueo, le pesaba. El difunto reposaba en el asfalto, pero la otra víctima partía al infierno del escondite eterno.  

Aprender literatura, poesía, cuento y más expresiones de la lengua en un lugar así era imposible. Los barrios enseñan estructuras comunitarias porque sobrevivir en manada resulta un poco más sencillo, por eso cada vez el capitalismo urbano lo quiere acabar en nombre del «progreso». Quitar las casas y construir edificios para individualizar los problemas y encerrar lo colectivo bajo el pretexto del mundo privado. El barrio es chisme, cofradía y proximidad.

Puede ser que la única razón por la cual decidí escribir sobre mi barrio fue por usar la vida, la que muchos como yo no pudieron usar y hoy son un recuerdo de la potencia de vida que no pudo florecer. Se estima que en Colombia hay alrededor de 180 524 desaparecidos producto de la guerra. Por eso quiero pedirles perdón a los dueños de las palabras porque continuamente profanaré su sagrado territorio para usar algo que no me corresponde por estirpe. Amén.


admin
vivi.castaneira@gmail.com

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *