Fotografía: Ana Karina Vázquez


Las palabras «seguridad» e «inseguridad» han sido escuchadas por los habitantes de este país con una frecuencia mucho mayor desde hace más o menos veinte años. En esta latitud del bajío mexicano, el discurso acerca de que las cifras de muertos, desaparecidos y balaceras se dispararon ha sido condensado en la frasecilla que dice que «aquí no pasa nada». Una de las justificaciones para que los gobiernos estatales y municipales azules o rojos lo mantengan igual es que «no pasa nada», en comparación con otros estados. Traducción: siempre se puede estar peor, y es cierto, o al menos, quizá lo sea. 

¿Qué hace a una persona sentirse segura?, ¿segura de qué?, podríamos hablar de la certeza de llegar a casa y encontrarla como la dejaste, del hecho en sí mismo de llegar a casa, sobre todo si especificamos y nos situamos en la posición de más de la mitad de los seres que habitamos esta geografía: las mujeres. La seguridad de nosotras, las mujeres, merece un apartado inmenso que ahora no me atrevo a proponer. De acuerdo con las definiciones de diccionarios etimológicos azarosos, el origen de la palabra seguridad es latino, proviene de securitas, según estos rincones de la web. Entre los conceptos que imperan están: cualidad de estar sin cuidado, sin precaución o sin temor a preocuparse, por último, apunto el que la relaciona con la certeza o el conocimiento claro de algo.

Hace un par de años estuve de infiltrada en una clase de metodología de la investigación en una maestría que no fue la que estudié. Asistía con actitud de entrometida descarada, pero a la vez digo que de infiltrada porque nunca le conté a nadie los temas que a mí me interesaba estudiar, y sí escuché con detalle los temas de quienes fueron mis compañeros simulados. Uno hablaba sobre las organizaciones de colonos que proponían aislarse en condominios para controlar y garantizar su «seguridad».Durante esos meses, el tema estuvo en el debate público porque esa propuesta, a la vez que podía darles a los habitantes la sensación de tomar el control de su propio bienestar, le permitía a quienes encarnan el Estado desentenderse de proveerles servicios básicos como el agua y la electricidad. Una privatización disfrazada de libertad, típico de la era. En palabras de César Tarello, abogado constitucionalista y vocalista de la banda de metal «Piraña», estas son actitudes frecuentes de clasemedieros aspiracionales: sujetos que podrían se aferran a pertenecer a la clase media, y que aún sueñan con el mito aspiracional que poco les falta para ubicarse en la clase alta. La politógola Viridiana Ríos diría que no, porque aunque el 61% de los mexicanos se identifica como tal, solo el 12% realmente lo es, de acuerdo con el atinado análisis que hizo en su columna de The New York Times, en julio de 2020.

Aislarse, ¿para qué? ¿Por el hecho de «poder» aislarse de los demás? ¿Porque los de «afuera» de sus condominios son el mal, los «otros», lo son? Este idea simplona que señala al primero que se reconoce ajeno como responsable de todos los males quedó incluso sentenciada en el actual Plan Municipal de Desarrollo, vigente de 2018 a 2021. En el apartado sobre Capítulo 3 de dicho documento, se aseguró que «la ciudad de Querétaro sigue siendo una de las más seguras para vivir, pese a que en los últimos años el índice delincuencial se ha incrementado por diversas causas, entre ellas, la migración de cada vez más personas al interior de la zona metropolitana». Es bastante predecible que esta variable no esté justificada de ninguna forma, ni siquiera por los autores mismos en el árbol de problemas en los que se organizaron las causas identificadas del incremento de la incidencia delictiva en el municipio.

En México hay experiencias reconocidas de comunidades que se han organizado no solo para buscar su independencia en materia económica, política e ideológica, sino también para poner en práctica modelos de sociedad que apuestan casi artesanalmente a proyectos alternos de realidad. Cherán, en Michoacán, los Caracoles Zapatistas, en Chiapas, y actualmente la comunidad de Santiago Mexquititlán en Querétaro, son los ejemplos que ofrezco en lo inmediato. Pero ¿qué pasa en las ciudades? Más específicamente, en las periferias de la capital queretana, que es donde se condensa la fuerza de trabajo que mueve la industria, el comercio, y que son las zonas en las que cada vez habitamos más personas, puesto que el Consejo Nacional de Población ha asegurado que «en Querétaro se prevé que la población continúe aumentando en las décadas futuras. En 2030 alcanzará un volumen de 2, 646, 299 personas».

De acuerdo con cifras de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana, publicadas en septiembre 2018 por el INEGI, más del 60% de las personas encuestadas piensa en las calles como un sitio inseguro. Aquí, podríamos construir la definición de inseguridad dándole vuelta al concepto de certeza y carencia de la necesidad de estar alerta. Eso le significan las calles a más de la mitad de los encuestados: un lugar donde se corre peligro.

La colonia Obrera

Las calles estrechas donde pareciera que hacen maniobras con lubricantes o mini grúas para que los vecinos puedan estacionar sus automóviles justo a la entrada de sus casas delinean el territorio que conforma la colonia Obrera. Está situada frente a la fábrica de vidrio «Vitro»,que funciona desde hace casi cuarenta años. De acuerdo con la investigación de maestría de Digna Neri, la construcción de La Obrera data de 1955, y estuvo contemplada como parte de las necesidades derivadas de los proyectos de urbanización que iniciaron en el estado de Querétaro desde la década de 1940. En ese momento, la Obrera ni siquiera era ubicada dentro de la ciudad, puesto que por su distancia con «el centro», aún era considerada lejana.

A pesar de la alusión a la clase obrera que su nombre le da, sus calles y callejones tienen los nombres de los estados de la República. La Obrera es un micro cosmos que quedó en medio de dos de los senderos de chapopote más transitados por vehículos automotores en la ciudad y que prácticamente la conectan de punta a punta: el Boulevard Bernardo Quintana y la Avenida 5 de febrero. Esta última, después de unos cuantos kilómetros hacia el sur, se metamorfosea y termina convirtiéndose en la carretera 57.

Las casas tienen diseños que evidentemente fueron pensados para ser reproducidos en serie, al menos los residuos de los diseños originales que aún se perciben.

El espacio de jardín, patio o área de esparcimiento y las recámaras no sobrepasan los 5 metros cuadrados. Sin embargo, las personalidades de quienes habitan los espacios, le han dado su toque personal a sus moradas. Plantas, macetas, colores, segundos y terceros pisos han roto el modelo de viviendas en serie, como salidas de una fábrica, que seguramente fueron cuando nuevas. Las casas de la Obrera tienen su propio estilo arquitectónico, los diseños afrontan las políticas de vivienda por encargo que las concibieron y con el tiempo su estética anárquica ha derrumbado el proyecto unificador que las edificó.  

La Obrera tiene muchos colores; todos se conocen, aunque siempre llega gente nueva que luego se va, o que se queda y deja de ser nueva. Ahí aún hay familias que para visitarse solamente necesitan caminar unas cuadras. Las generaciones se han renovado. Si bien, no todos los hijos de los primeros habitantes se quedaron a vivir en la Obrera, no son pocos lo que sí lo han hecho. Los nietos, los bisnietos, le siguen dando vida a esas callecitas donde una puede encontrar desde taquitos de canasta, infinidad de misceláneas, farmacias, estéticas, veterinarias, dentistas, los omnipresentes Oxxo´s… también hay escuelas, un mercado y una iglesia. La Obrera es un microcosmos que se conserva en esencia, sin aislarse del exterior que la rodea.

La colonia Industrial es vecina de la Obrera. La frontera entre ambas no es del todo perceptible, no solo por la cercanía, sino porque se parecen mucho en su estética y en  las dinámicas antes narradas. Quizá, la Industrial tenga un poco más de espacio de pavimento para que los coches pernocten, pero la diferencia, a simple vista, no es mucha.

Un robo en la «Obrayans»

Las puertas pueden dejarse abiertas durante el día; pareciera que hay un ambiente de confianza y familiaridad que asegura que quien va a pasar es alguien con quien se puede intercambiar un saludo, o hasta entablar una plática del clima, de las que distraen el tedio y la soledad, que en los mejores escenarios deriva en terminar hablando de la vida.

Una tarde lluviosa, nublada y con bochorno estaba de visita en casa de mi amiga Itzel, cuando un sujeto en bicicleta vestido de negro tocó la puerta. «Ahorita no», le dijo ella. Después, entre risas, me dijo: pa’ que veas, ya hay vigilancia en la Obrera. Ambas nos reímos porque ella siempre ha tomado con humor la forma en la que conviven los vecinos del lugar donde ha vivido prácticamente toda su vida, y donde sus hijos nacieron y están creciendo. Incluso, cuando nos conocimos, decíamos que vivía en la «Obrayans»,aludiendo sí, despectivamente a los muchachos llamados «Brayan». Teníamos doce años, que los puritanos nos perdonen.

Ese día seguimos la charla sobre la seguridad en la colonia. Mientras caminábamos hacia el Oxxo, un niñito como de tres años saludó como se saluda a los buenos camaradas al hijo de mi amiga, que lo ignoró y siguió su carrera apresurada y aún un poquito torpe, con los pasos que se dan a los dos años y meses.

Itzel me contó que la idea de tener un sistema de seguridad surgió porque los robos habían ido sostenidamente en aumento en los últimos años. Los números que dicen que el robo es el delito más denunciado desde al menos diez años en todo el estado, tienen historias como estas, que seguro harían tartamudear a los contadores de carpetas de investigación si se denunciaran y salieran del misterioso hoyo negro en el que, precisamente, se encuentra la «cifra negra».En México, alrededor del 90% de delitos no se denuncian, pero esos son tales from another broken home, como dice mi canción favorita, o sea, otra historia.

Partes de coches, bicicletas, motos, asaltos y todo tipo de sustracciones motivaron a los vecinos para organizarse y encontrar la forma de proteger sus pertenencias y sentirse más «seguros» en su barrio. La primera solución no fue llamar a una empresa de seguridad privada, de esas que abundan en la ciudad, sino que recurrieron a alguien que formaba parte de la comunidad.

El «Oso» es un marihunano, dice mi amiga, «pero se agarraba a putazos con los que veía que andaban robándose algo o llamaba a sus amigos para encarar a los sospechosos». Generalmente, dice, los sospechosos «no eran de aquí», y como al «Oso» nada le importaba, y la cooperación con la que los vecinos le construían un sueldo, el sistema funcionó muy bien durante bastante tiempo.

Para hacer presencia, lo equiparon con un silbato que sonaba cuando se acordaba que lo tenía que sonar. Algunas veces se le vio sentado con sus amigos y unas caguamas en la banqueta sonando el silbato que lo envestía como guardián de la Obrera. A los vecinos ya no les pareció y se cuenta que al «Oso» lo anexaron.

Los robos continúan. Mi amiga fue víctima de uno: su bici recién regalada desapareció del patio de la entrada de su casa. Ella, furiosa, cuenta: «Fui a reclamarle a otro marihuano que se junta por ahí. Creo que hasta es familiar del “Oso” y le grité: ¿Dónde está mi bici?, ¿a quién se la vendiste? Seguro te dieron doscientos varos por ella o la cambiaste por una mona, ¡cabrón!». A lo que el sujeto contestó: «¿Cuál bici roja? Yo no sé nada».


Ana Karina Vázquez
akarina.vb@gmail.com
Periodista de la generación del fin del mundo. Hija de la crisis y de la incertidumbre. Tengo muchas pasiones.

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