Fotografía: Elizabeth Becerril
Por: David Álvarez
En la tarde fui con Pixie. Quedamos en hacer esta entrevista hacía varios días. En jueves. Me recibió con una pitbull inglés de nombre «Ramona» que no dejaba de encimarse. Pasaron muchos meses desde la última vez que la vi. La conocí hace cuatro años, en la universidad, de ahí a una cantina, para variar. Un día antes de mi cumpleaños. Su trabajo tiempo atrás; rostros con cuatro ojos, abiertos y cerrados, o grabados sobre madera y metal; una escultura. Figuras sombrías y grotescas, autofiguraciones, malestar, tristeza, eso, una obra emocional. Escucharla fue grato. Nos hicimos compas.
Antes de comenzar con la entrevista fuimos por cerveza. Claro. Hablamos sobre tatuajes de envases de caguama en el trayecto. Un día tranquilo, aunque extraño, es diciembre y, bueno, 2020. Luego del trámite, y de regreso, llegamos y nos sentamos de frente en el comedor. Le pregunté sobre su seudónimo. Fue la primera pregunta, había que empezar con algo. Me contó que surgió a sus doce años. Varios grafiteros de la zona la «apuntaban» así en las calles del barrio y le quedó el apodo. Sí, por los Padrinos Mágicos. Le gustó, la gente comenzó a decirle así y desde entonces surgió Pixie. Nunca grafiteó, pero los colores le atrajeron. Me confesó que robó una libreta al hermano de una amiga en la secundaria, repleta de tages, bombas y demás. Mencioné la historia de Fabio Morábito cuando de niño robó dinero a sus padres y este concluye que esa es la razón por la que escribe. Ella dice que no fue por eso.
Su padre sale al tema, pues también era pintor. Pixie toma un tono serio, aunque la plática fluye. Recuerda que de niña prestaba atención a lo que hacía, aunque nunca supo qué pintaba hasta que trepó por la repisa donde su padre arrumbaba los cuadros, en casa, por el pasillo: «Me permitió conocerlo, no como mi papá, sino que hizo preguntarme: ¿Quién es? ¿Por qué hizo esto? ¿Qué pensaba mientras lo hacía?». Un reencuentro intempestivo con su padre, quien dice ella, es una persona reservada. Pintó para sí mismo.
Le pregunto si de él retomó la perspectiva y las formas para pintar, además del gusto. Al igual que ella es un pintor sombrío, de figuras siniestras. Pausa y se queda pensativa. La interrumpo con una tontería. Se le olvida la pregunta y ríe. Luego recuerda y me responde que no: «He tenido un proceso de experimentación que me ha llevado hasta donde estoy ahora». Pintó cabezas humanas, de hombres. Luego desnudos, «jugando con la anatomía», dice, «los cuellos y brazos alargados». Tiene una obra que me gusta llamada «Bucle infinito». Acrílico, 80×70 centímetros. Fondo negro y un personaje al centro de colores azulados y al menos tres rostros. El cuello alargado, sí. Pixie sabe a cuál me refiero.
El asunto de los cuerpos me lleva a preguntarle sobre su autorepresentación. Ella aparece en algunas de sus obras. A veces deformada o que observa desde un hueco. Es imposible obviarlo. «Me interesaba practicar el rosto y lo más cercano era yo. Comencé mirándome al espejo». No fue un asunto revelador, realmente, al menos en un inicio, pues solo era útil para mejorar la técnica al hacer un ojo, que era el suyo, o alguna otra parte, también suya, y después surgió de manera natural, sin buscarlo. «Pero hubo una obra, “Lirio, párpado azul” (…) Fue la primera obra personal en la que todo tuvo sentido». Pixie recuerda el fallecimiento de una persona cercana. Expuso la pintura en 2014 en un evento internacional de nombre «Alquimistars»: «Me sirvió para desahogarme. Fue ahí cuando mi rostro en mis obras tuvo significado».
Paramos un poco para cargar la computadora. Entre cada pregunta hay risas, chistes cortos. Bebemos cerveza. Le pregunto sobre cuándo es que quiso dedicarse al arte, vivir de eso. Recordó que en el kínder hizo un dibujo de ella en Bellas Artes y que, aunque trillado, siempre se imaginó como artista: «De hecho me dibujé con un niño pequeño y cuando entré a la carrera Jéremy tenía dos años». Jéremy es su hijo. Ahora tiene diez. «Infancia es destino», le respondo, aunque no creo en eso, lo rememoro. Es un suceso curioso.
En la carrera la pasó bien. No tenía conocimiento previo o algún espacio en qué participar. Fue la primera ocasión que compró material profesional para crear. Desde el principio se tomó en serio el asunto. De eso viviría al fin y al cabo, y lo sabía. Artes visuales con línea terminal en artes plásticas. Fue en la Universidad Autónoma de Querétaro, Facultad de Bellas Artes. Menciona de su paso en la universidad que aprendió de todos: «Profesores que apostaron a la técnica y otros a la sensibilidad», aunque también se muestra crítica: «Hubo muchos profesores que me decepcionaron», pero en general le gustó pertenecer ahí. Conoció personas, temas nuevos, técnicas. La carrera no es un problema sino lo que viene después. Un aprendizaje que todo egresado conoce a punta de desempleo o salarios precarizados.
Pixie tiene dos exposiciones individuales: «Homónimos» por una parte, que se expuso durante 2017 en Galería Tesgüino, y «Álbum», en el edificio del SUPAUAQ —Sindicato Único del Personal Académico de la UAQ—, durante 2018. Con ella he colaborado en dos publicaciones: «Vulgatría» con Herring Publishers México y «4:14/Insufflare» con Gold Rain… «¿Ya te consideras artista?», le pregunto repentinamente al hacer este recuento. «No me siento artista», refiere de inmediato, «me daré ese título cuando haya resuelto algo para mí». «¿Algo emocional?». «No lo sé. Tener la sensación de decir que lo logré».
Pixie es una persona seria, de pocas palabras. Luego la conoces y habla un poco más, después es pura charla. Sabe escuchar. La conversación se interrumpe entre chiste y chiste. Sorbos de cerveza. Profundiza en su oficio: «Me encanta dibujar». Pregunto si tiene alguna emoción para hacerlo. Quizá la felicidad, tristeza o algo. «Hay algo, pero no sé qué sea». «Me gusta la estética de lo triste», pero no siente que eso la haga pintar. Su obra es triste, es cierto; grotesca, depresiva, suicida, emocionalmente inestable. Ella solo pinta. Lo que salga, lo que ocurra, independientemente de lo que traiga consigo.
Tampoco sabe cuáles de sus obras le gustan más. Le pregunté su top tres. «Siempre hay obras que me gustan». Me enseña una pintura que está a la mano, en la mesa. Una mujer encorvada que traza un círculo con ella adentro. Un rostro que son a la vez muchos, como una secuencia o la desfiguración que se expande. Le digo mis favoritas: «Dios, el gran maestro del silencio». Es una persona rezando en la orilla de la cama. El nombre no me gusta. Le digo que no sabe ponerle título a sus trabajos. Dice que sí, pero insisto. Luego está «Mar adentro» y le menciono el fragmento en el que aparece el esqueleto de un pez, de manera vertical.
En mi casa tengo tres obras de ella. Un retrato que me obsequió recién nos conocimos. Le compré un ojo pintado sobre madera, circular, pequeño. También un cuadro; le pedí que pintara lo que creía que pudiera gustarme. En esa obra aparecen dos personajes: en primer plano una secuencia de un tipo sentando en el suelo recibiendo un disparo en la cabeza; en segundo plano una figura blanquecina sentada sobre una silla con el rostro apacible, y de la cabeza una explosión de colores que va del negro al rojizo. Al fondo una puerta que da hacia el cielo. Observarme a través de ella me agradó.
Al recordar sus obras surge la pregunta básica sobre sus influencias. Le comento acerca de Francis Bacon; sé que le gusta y personalmente le encuentro parecido. Menciona que vio sus cuadros en vivo, documentales, entrevistas, pero fuera de eso sintió que no tuvo ninguna influencia, aunque le gusta. «Aprendí cómo resolvió muchos de sus cuadros». Agrega además de que el artista irlandés, autor de obras como «Estudio del retrato del Papa Inocencio X de Velázquez» —el cual Pixie menciona de inmediato—, nunca estuvo conforme con su obra, lo que la hizo cuestionar su apasionamiento por él. Ahora es distinto; «no me he casado con algún artista, me nutro de todo», confirma, reflexiva. Sorbe un trago de cerveza. «Siempre recurro a uno u otro artista para resolver algún asunto en mi obra, sea el brillo en la mirada o alguna técnica». Menciona a Francesca Goodman, la fotógrafa estadounidense. Pero Pixie aclara nuevamente que no busca sino resolver cuestiones que le surgen al pintar su obra. Me enseña su celular y muestra a las personas que sigue en Instagram, fotógrafos, pintores, muchos de los que desconoce su nombre, pero que le dan ideas: «cuando te dedicas a esto puedes encontrar un atractivo visual en cualquier lugar, sea en una sombra, textura, color…», me habla de ejemplos cotidianos.
«Ramona» ladra. La plática cambia el rumbo. Lo direccionamos. Algunos chistes más, un poco de cerveza y proseguimos: «¿Qué lugar ocupas en la plástica queretana?», le pregunto directo, sin atajos. El cómo se percibe ella misma. Le platico sobre los gremios, ciertos recintos, lo que ocurre en todos los ámbitos sea la literatura o la fotografía, grupos de poder, compadrazgos, etcétera. «No pertenezco. No quiero pertenecer», opina acerca de estos: «No quiero cambiar lo que soy para entrar. Me gusta estar así». Prefiere enfocarse a la primera pregunta: «Considero que me estoy haciendo un lugar. Siento que las personas me ubican como alguien que se dedica a esto», refiere, «pero no he llegado a un punto tal como para tener un reconocimiento mayor». Es clara, decisiva.
Nos introducimos un poco más al tema. Por ejemplo su estilo y lo que se acepta comercial o institucionalmente. «Ha sido difícil. No es algo que se pida». Hablamos sobre el realismo o el arte conceptual y cómo estos parecen tener mayor acogida no solo en el gusto de quienes compran, sino de quienes deciden qué se expone y qué no. «Me va a costar bastante llegar a ciertos espacios por lo que pinto, pero me voy a dedicar a esto toda la vida, así que no me apura», reconoce. Muchos artistas ceden su estilo, sea para una institución o la venta diaria, y Pixie resiste, «quiero hacer lo que me gusta». Y no es que no pinte obras que no sean de su estilo, al final realiza un trabajo, sino que habla sobre el sacrificio que a veces conlleva dedicarse al arte y que no está dispuesta a otorgar para olvidarse de lo que le gusta plasmar, las ideas que tiene, las emociones. «La necesidad es la muerte del artista» anoto en mi libreta como conclusión momentánea. Es un tema importante.
¿Cómo prevalecer, entonces, ante ese escenario, alejados de gremios que detentan poder, que controlan medios, galerías, museos, editoriales? ¿Cómo no ceder tu estilo por hacer pinturas distintas y tienes que pagar la renta? «Es trabajo», responde, simple, contundente. «Podría colaborar con ellos, tampoco me cierro», y recuerda que hace años dudó al respecto de si hacerlo o no, pero ahora es distinto: «si alguien me invita y pueda seguir desarrollando lo mío, adelante». «Mientras no atente contra lo que pienso», concluye.
Pixie Ocampo Ferrer tiene veintiséis años. Es una artista joven crecida en el norponiente de la ciudad de Querétaro. Los fines de semana se encuentra en andador Libertad, ha colaborado en exposiciones colectivas y publicaciones, impartido talleres, haciendo cuadros, los suyos, cursos, observando el trabajo de otros, de lo que acontece, de cualquier detalle. Técnicas, relecturas. Ver Los Simpson porque no lo ha hecho. En fin.
La entrevista termina luego de dos horas. Ya no hay cerveza. Platicamos durante más tiempo, aunque de otros temas. Me cuenta de sus próximos proyectos, lo que se viene para fin y principios de año. Felicidad, eso sí. Se le nota libre, acompañada. Conocí a Pixie hace cuatro años y hoy digamos que la revisité, después de tiempo, para reconocerla. Nos damos un abrazo, nos despedimos y listo. También de «Ramona». Es de noche. Mañana será otro día para pintar o lo que sea. ¡Qué va!