De niño, cuando me traicionaba el reloj biológico y perdía el sueño a tempranas horas, solía prender la televisión y mirar caricaturas para matar el tiempo. Mientras los demás todavía dormían yo me recostaba en el sillón para ver dibujos animados que ya entonces parecían de otros tiempos: «Los picapiedras», «Los supersónicos» o «La pantera rosa».  Ahora que la televisión se ha mudado a dispositivos móviles y que al igual que antes me descubro imposibilitado para poder dormir un domingo por la mañana, me quedo recostado en cama deslizando el pulgar por la pantalla hasta que encuentro una caricatura que me regresa a ese periodo de antaño: las aventuras de Wile E. Coyote.

Aquel canis latrans «perro aullador» siempre ha sido un personaje atrayente, pese a que su objetivo parecía erróneo o en todo caso fuera de los límites morales que se permitían en toda serie animada, mi incondicional simpatía ha estado invariablemente con él. Aunque la letra musical con la que iniciaba la caricatura infería que el Correcaminos era la figura principal del show —el protagónico que simboliza al bien—, no conozco a nadie hasta la fecha no deseara que el Coyote por fin lo alcanzara y se diera un festín.

El argumento de la serie es sencillo. Teniendo como fondo el desierto americano, seguimos las peripecias del Coyote al intentar cazar con diligencia e ingenio al Correcaminos —un ave ciertamente plana que solo sabe, bueno, correr mientras suelta un ¡Beep, beep!—. En cada episodio el Coyote empleando su agudeza elaborando una serie de trampas que terminan jugando reiteradamente en su contra: rocas y yunques que lo aplastan, dinamita que detona de forma selectiva, caídas desde el acantilado, cohetes que se accionan a destiempo, ferrocarriles que surgen de túneles dibujados y más, mucha más TNT.

No importaba cuan elaborado fuera el plan del Coyote en cada episodio, metódica e inmutablemente fracasaba. Ya fuese a causa de un defectuoso detonador ACME o por la confabulación de un universo que conspiraba contra él, Wile E. Coyote terminaba hecho mierda. Tal pareciera que su obstinación le llevaba a merecer un escarmiento al intentar cumplir con los designios de su naturaleza carnívora. Pero quizá, si se le mira con detenimiento, sus intentos reflejaban una genialidad incomprendida, un sentido de congruencia en la que coloca al fracaso en el centro de su proyecto filosófico, encarándolo no como una posibilidad, sino como único destino posible.

El Coyote fue creado por el animador estadounidense Chuck Jones en 1949 para la empresa Warner Brothers. La idea del coyote surge en Jones tras la lectura el libro de viaje Roughing It —Pasando fatigas—, escrito por Mark Twain entre 1856 y 1865, cuando este acompañó a su hermano en un viaje desde Missouri hasta Nevada, teniendo como fondo y sustento argumentativo el Viejo Oeste. En este cuaderno de viaje leemos a un joven y algo ingenuo Mark Twain que se ve involucrado en toda clase de incidentes propios de aquellos años: largas diligencias, encuentros con apaches, bandidos y personajes contagiados  por la fiebre del oro.

Sin la intención de sobreanalizar un elemento con principios bien marcados y contextualizados como esta caricatura, no es ilógico asegurar que el Coyote se construye y alimenta del cambio temporal entre las historias del viejo oeste y la modernidad temprana. Chuk Jones construye al personaje a partir de esta amalgama que toma prestada de Twain. Por un lado el Coyote como personaje solitario de un entorno hostil; su carácter orgulloso y obsesivo es el ejemplo de aquellos años de pillaje y  apropiación que, sin embargo, no encuentra cabida en las nuevas narrativas que surgen con la industria y el discurso modernizador que emana de ella —representado simbólicamente en los productos ACME—.

Bajo esta óptica el Coyote es un personaje derrotado de principio a fin. Un inadaptado que pasa sus días «oponiéndose» contra el Correcaminos —representación de la fuerza imparable del progreso—. En el caso del Coyote su fracaso se representa siempre en el plano individual, en las carencias de su voluntad por aprender de sus errores happy failure —fracaso feliz—. Mientras que por el otro lado, nunca vemos al Correcaminos preocuparse por los remanentes de su marcha. Pues más allá de esperar simpatía hacia su cazador, se le ve en dominio de su inexplicable inmunidad: se sabe etéreo, inalcanzable y hasta cierto punto abstracto.

¿Amamos el éxito o detestamos el fracaso? La vida en ocasiones se nos revela bajo esa dicotomía. La discursiva del éxito —incrustado en nuestra psique profunda— nos demanda alcanzar altos objetivos, pero a la vez nos hunde cuando nos topamos con paredes estructurales que nos los impiden. Pese a nuestros esfuerzos, lo cierto es que el fracaso nos resulta más conocido, tanto que cuando resultamos vencedores nos sentimos ajenos, fuera de lugar. Somos esclavos de nuestros éxitos, pero dueños de nuestros fracasos. Tal como le ocurre al Coyote, individualizamos nuestro fracaso e invisibilizamos los mecanismos externos que intervienen en nuestro acontecer social. Odiamos el fracaso y rehuimos enmarcarnos dentro de sus límites. Deseamos ser parte del reducido grupo de exitosos. Porque el éxito es una categoría excluyente y selectiva que se funda en ser la excepción.

Decir que uno se pone los estándares o la altura de su propia vara, sería también una artimaña. Los procesos de aculturación en nuestra formación están permeados de metas y objetivos que nos mantienen las más de las veces en la rueda del hámster. Así como el Coyote se empeña en alcanzar al escurridizo Correcaminos causándose toda clase de daño, nuestra historia personal se fundamenta en los fracasos obtenidos mientras perseguimos nuestros propósitos —propios e impuestos—. Si algo aprendí viendo a Wile E. Coyote, es que siempre estoy a un paso de mi siguiente fracaso.

En lo que a mí respecta, ver al coyote salir avante en su objetivo hubiera sido parcialmente gozoso, pero la certeza de que eso nunca ocurrirá me hace identificarme más con él, del mismo modo que me siento cercano con algunos personajes decadentes y mediocres del cine y la literatura, pues son estos hombres y mujeres los que habitamos el mundo, o por lo menos la representación del mundo que a mí me interesa. Los que rehúyen de las narrativas del éxito o por lo menos la cuestionan para encaran de la mejor forma posible las vicisitudes de una vida que se empeña en arrastrarnos cada tanto tiempo.


Iván Landázuri
psicoeducivanrl@gmail.com
(Oaxaca, 1990). Ha colaborado para diferentes revistas como la Revista de la Universidad de México (UNAM), Apócrifa Art Magazine, Yaconic, Registromx, Penumbria, Letrina, Monolito, Clarimonda, Errr Magazine, Hysteria, entre otras.

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