«La gran ola de Kanagawa», Katsushika Hokusai


De la incertidumbre a la especulación

Es un martes caluroso y me aburro en casa. Deslizo la yema del pulgar por la pantalla agrietada del celular —así como en los noventa pulsábamos compulsivamente el botón del televisor hasta que la forma triangular se marcaba en el dedo (zapeo); ahora resbalamos la huella en el pequeño rectángulo por el que observamos el mundo—.

Entre memes, anuncios publicitarios, fotos de amigos y desconocidos afloran noticias sobre el riesgo de una nueva ola de contagios por COVID-19 en el mundo. Los encabezados y las imágenes que los acompañan son cuando menos alarmistas. Hospitales saturados, incineraciones a cielo abierto en las calles de India, repunte de casos en países asiáticos y europeos.

En México, las playas abarrotadas durante Semana Santa, son la principal razón para esperar lo que llamaríamos la tercera ola, que podría o no terminar por llevarnos a un escenario más caótico. A más de un año de convivir con este nuevo virus, parece que hemos dejado atrás la empatía y cofradía social que tanto ensalzamos durante otros desastres más pasajeros como los terremotos, para entrar en una dinámica de indiferencia y egoísmo social.  

Más bien, lo nuestro es sufrir a largo plazo. En el terreno de lo trágico, somos maratonistas de aguante largo. La pandemia nos mantuvo en un estado de incertidumbre sostenido durante meses. Ha transcurrido lo suficiente para hacerla parte de nosotros e integrarla a la lista de fenómenos con los que convivimos y minimizamos a diario: violencia, impunidad, corrupción, pobreza, explotación, etc.

Ya las cifras de contagios y fallecimientos no nos impactan lo suficiente. El mecanismo de los semáforos epidemiológicos se asemeja al de los cruceros de cualquier esquina: cada vez más un artefacto ornamental que únicamente los más incautos seguimos. Estamos cómodos a coacción lenta.

La ola; naturaleza indomable.

Entre las especulaciones amarillistas de los medios, el golpeteo político y la incredulidad —valemadrismo— social, la pandemia continúa y seguirá aquí por un largo rato a pesar del programa de vacunación, las conversaciones hospitalarias y las cada vez más escasas acciones de responsabilidad social.

Es difícil predecir qué vendrá en el corto y mediano plazo, antes de declarar domada la pandemia, fuera de discursillos políticos. Lo cierto es que la analogía de una ola es acertada y casi poética en estas condiciones. La ola, esa forma acuosa que nos recuerda la delgada línea entre el respeto y el miedo. Basta recordar la saña con la que una ola puede arrastrarte y despojarte de toda dignidad. La fuerza del agua atrayéndote para luego empujarte. Solo dos caminos posibles: ahogarte o salir a gatas con la boca llena de arena y sal. 

Al pensar en ello, viene a mi mente el grabado hecho por Katsushika Hokusai: «La gran ola de Kanagawa», la más famosa de su serie «Treinta y seis vistas del monte Fuji». En ella se representa al mar  —la vida— como una amenaza inminente formada frente a los ojos de los hombres en las barcas que solo pueden observar impávidos cómo se eleva lista para engullirnos en su tumba de agua.

La imagen Hokusai, una gigantesca ola suspendida en su ascenso, es casi una metáfora destinada para estos tiempos. Los pescadores diminutos que aparecen al pie de la ola están indefensos ante su embate. Se enfatiza la condición del ser humano, cuya soberbia le hace pensar que puede dominar a las fuerzas que rigen el mundo, sin embargo, están sometidos a un impulso que es más poderoso que todas sus pretendidas aspiraciones. No importa si estos pobres pescadores sobrevivirán o no ante esta manifestación de todo el poder de la naturaleza, lo verdaderamente esencial y presente es ella misma, aquí caracterizada en dos formas: la energía y la permanencia.

Me distraigo en noticias más amigables en Facebook para no pensar demasiado en lo que escapa de mis manos. En este embate que por momentos me desorienta, pienso en que el COVID se ha vuelto como la ola de Kanagawa; en una amenaza suspendida. Un recordatorio de que ni siquiera las montañas pueden hacer nada frente a ciertos hechos. Y eso, hasta cierto punto me reconforta, porque sentirse insignificante forma parte de la grandeza del mundo.  

No desestimo ningún esfuerzo por evitar el desastre. No juzgo a quien por miedo o egoísmo desoye las recomendaciones sanitarias. Cualquiera que sea el desenlace, lo padeceremos juntos y en unos años recordaremos estos tiempos como una prueba de nuestra propia fragilidad. Al final, ningún mar en calma hizo experto al marinero.


Iván Landázuri
psicoeducivanrl@gmail.com
(Oaxaca, 1990). Ha colaborado para diferentes revistas como la Revista de la Universidad de México (UNAM), Apócrifa Art Magazine, Yaconic, Registromx, Penumbria, Letrina, Monolito, Clarimonda, Errr Magazine, Hysteria, entre otras.

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