
Texto: Juan Pablo Duque
Fotografía: Jefte Acosta
«Si no hubiese sufrido, no habría escrito estas bonitas frases».
Cesare Pavese
«El sonido flota en la bruma del anochecer».
Ezra Pound
Mi inclinación a la frase inútil radica en la necesidad de proyectarme en aquello que tiene una parcela en el país de lo inservible. En el mundo de la ganancia, el lucro y la maximización juzgo necesario amar y desear lo improductivo. La metafísica de la utilidad tiene la capacidad de sensibilizar y ponerle objetivo a todo producto de la existencia —sea material o inmaterial—. Desde una silla hasta la amistad y el cariño están envenenados del método del provecho. Lo inútil puede ser una pequeña resistencia para que las reglas del sistema no colonicen el mundo afectivo y, por ende, gocemos, saboreemos y disfrutemos por otra vía que no sea la de los grises tonos de lo servible.
Ahora, de toda la inutilidad existente me quiero centrar en la que considero la más inútil de toda la creación humana: la frase literaria. Si el universo es una ventana, la frase inútil sería una gota de sangre que se desparrama verticalmente por el cristal, sin ninguna razón, y que su presencia es tan indispensable como las nubes en una noche obscura, la policía o los discursos presidenciales. ¿Cuántas vidas ha salvado la frase inútil? ¿Qué provecho monetario sacamos de un conjunto de significados agrupados sin razones aparentes? ¿Para qué sirve una expresión, un fragmento, un trozo de literatura abandonado arbitrariamente en un libro?
Confieso que la única razón por la que aún leo es para encontrar frases inútiles que suelo guardar con la única intención de jugar a ser Funes, pero sabiendo que olvidaré lo almacenado a la vuelta de un día. Esas frases inútiles guardadas con la promesa ineludible del olvido me hacen gozar la vida, emanciparme de mis preocupaciones, tomarme la realidad con menos seriedad, sortear la pesadez, salirme de las burocracias vitales, descubrir mi júbilo que reboza de alegría ante la presencia de unas letras que poco dicen; mirar —mirarme— en el espejo inédito aquello que será olvidado y que disfruta de la impunidad del abandono me hacen despertar e intentar experimentar placer y belleza, en el mundo del malestar y la monstruosidad.
Profeso devoción por personas, literaturas, religiones y artes que su valor de uso resulta borroso al primer vistazo. Mi fervor por la inutilidad literaria me lleva a obsesionarme por autores que escriben en su propia lengua, y cuando hablo de lengua no me refiero a un sistema de significantes —alemán, francés, español—, sino que hago alusión a los escritores que construyen su propio lenguaje —«milengua», dirá Lacan—. Cervantes escribe en «Cervantes», Rimbaud en «Rimbaud» y Sebald en «Sebald».
Piglia, al hablar de Borges, dice que el escritor de «El Aleph» fue un genio que inventó su propio lenguaje y, sin duda alguna, es inútil aquel lenguaje que solo sirve para referenciar a un autor, por más que sea Borges y sea un genio.
Sobre las frases, en el terreno formal, se desprenden dos grupos: los primeros asumen que la literatura es creación de experiencias y la frase debe tener un valor de uso, satisfacer necesidades lógicas dentro del texto. Los segundos consideran que la literatura es un cúmulo de situaciones estilísticas y la frase puede ser tan inútil y tan bella como la creación literaria lo permita.
El primer modelo de la frase entiende que estas tienen una función práctica. Sus exponentes renuncian a la frase bella, porque su tarea es crear situaciones mentales, verosímiles, que se desarrollan con reglas internas, normas, principios y planos clausurados por su propia lógica.
Los creadores de experiencias prefieren la inteligencia a la tontería, la plenitud a la incertidumbre. Los autores de esta secta tienen una estructura establecida anterior a la creación de la obra; la frase obedece a las reglas fijadas a priori y la improvisación no tiene lugar; las frases son útiles y conectan un bloque temático con otro. La frase debe tener valor de uso y cargar con la tarea de resolver hechos y necesidades propias, y acumular utilidad en el universo textual. De eso no hablaré más.
Los segundos, los de la frase inútil, llenan su contenido con efusiones sentimentales, romanticismos que derogan las fronteras entre vida y arte, y hacen que la pequeña reunión de palabras tienda a lo sublime, por más inútil que sea su intención y el secreto de ese producto poético se esconda entre frases menos elaboradas que adornan el paisaje dialéctico de la literatura. Dirá Saussure que conocemos el significado de la nieve porque identificamos el del calor; sabemos lo que está lejos porque reconocemos lo cercano; observamos lo bello porque percibimos lo feo. Leer desde este modelo implica la búsqueda inquebrantable de un tesoro escondido entre una maraña de palabras. No ojeamos, exploramos con nuestros síntomas.
Cada persona de este modelo lleva en su cabeza una montaña, un río y un atardecer, por eso el goce y el disfrute del paisaje literario es solo una proyección de nuestro mundo interior: el equinoccio y los solsticios, y la contemplación poética agradece a los testigos la posibilidad de su existencia.
Hay muchos ejemplos del modelo anterior, pero utilizaré al autor que considero uno de los mejores exponentes de esta secta, que es Flaubert. El autor francés escribe: «Cada sonrisa ocultaba un bostezo de aburrimiento, cada alegría una maldición, todo placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable deseo de una voluptuosidad más alta». Frase memorable que enjuicia el desvanecimiento de las fronteras y estilos. La frase es inútil en el desarrollo y la estructura de su obra, «Madame Bovary», pero su presencia adorna el paisaje literario y dan ganas de vivir.
Por otro lado, ¿por qué la frase inútil vale la pena? Porque carece de resultado, es imposible de instrumentalizar, no da de comer al sistema, huye de la codificación, no pertenece al mundo de lo pragmático, asesina la dictadura del utilitarismo. Lo inútil, como la frase, también es humano. La inutilidad de las palabras no lleva a ninguna parte y he ahí su potencia, es solo un juego, un tanteo, una exploración al umbral inacabado de lo que nunca es. En este sentido, dice Bukowski:
«Así que escribo por amor a la palabra y al color, como si arrojase pintura contra un lienzo, y como tengo buen oído y he leído aquí y allá, no suele salirme mal del todo, pero desde un punto de vista técnico no sé que estoy haciendo y me da igual. Seamos justos. Seamos justos. Seamos».
Nada es más esencial para disfrutar del arte que jugar con el punto de vista, negociar el ángulo, redistribuir lo observado, lo oído, lo palpado; hurgar en el significado y desatender las orientaciones. La verdadera autonomía del espectador no reside en el goce artístico de una totalidad, más bien el deleite estético radica en la capacidad de fragmentar el todo entregado y hacer de él un nuevo orden de sentido.
Deseo poder librarme, por fin, de todo aquel contenido que tenga una función en el mundo. La frase inútil es una propuesta inacabada, una promesa inevitablemente fallida que depende más del ánimo del lector que de la técnica del escritor. Amo la frase inútil porque al momento de atenderla es como si llevara un fragmento del mundo a mis afectos y, con ello, toma sentido seguir con la tediosa actividad de pasar los ojos por pensamientos que no nos pertenecen.
Leer es pensar a través del otro. Dirá Deleuze que leer es conectar las moléculas de los libros con nuestras propias moléculas. Por eso hay que buscar frases inútiles para envejecer con la plena certeza de que también estamos abiertos a enlazarnos con aquello que no es productivo ni útil. Es preciso que, al igual que una ética, amemos lo que no nos destruye, como una frase, un libro o un buen gobierno.