No es tarea fácil rastrear los orígenes que han engendrado en México un clima de violencia y descomposición social, que se palpa y sufre en cada rincón del territorio. En el devenir histórico por el que ha atravesado la nación, son muchos los conflictos y sucesos sangrientos que han dejado una huella profunda en nuestra conciencia colectiva. Estas heridas purulentas a menudo se cifran en el velo de lo inconsciente como agravios irresueltos que aguzan los rencores sociales e impiden la añorada reconciliación con nuestro pasado, ante ello parecería que solo queda un destino: transitar por una demarcación fecundada por el odio, cuya consecuencia lógica y destino trágico parece ser solo más violencia sistémica. 

De toda la gama de episodios que nos han confeccionado como nación, es la conquista probablemente uno de los momentos que más hendiduras simbólicas ha dejado a nuestra frágil y doliente identidad. Como lo recalca Miguel León-Portilla: «La dominación hispánica y luego el transcurrir del México independiente han alterado en mucho el carácter, rostro, corazón y destino de quienes descienden de los antiguos mexicanos». El choque de 2 mundos disímiles sobre todo en lo cosmogónico tuvo como desenlace una cruenta lucha por imponer un discurso sobre el otro. En ese pasaje no exento de alianzas, traiciones y sometimientos se establece la herencia indígena e hispana del mestizaje al que pertenecemos, aunque como bien apunta Octavio Paz en sus reflexiones sobre la identidad mexicana: «El mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada». 

A 500 años de estos sucesos, el director mexicano, Rodrigo Reyes (1983), emplea como personaje para su más reciente película, «499» (México, 2020), a uno de los soldados que acompañó a Hernán Cortés durante el arribo y conquista de tierras americanas. El personaje interpretado por el actor madrileño Édgar San Juan emprende un peregrinaje por un territorio que se ha tornado quizá más cruento que hace 5 siglos. Reyes concreta en su personaje la carga histórica y el peso alegórico que conlleva la figura del conquistador en el imaginario social y cultural, para de esta forma confrontarnos con los claroscuros de nuestra cartografía identitaria. Pues como Paz hace notar en el «Laberinto de la soledad»: «La extraña permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación y en la sensibilidad de los mexicanos actuales revela que son algo más que figuras históricas: son símbolos de un conflicto secreto, que aún no hemos resuelto… El mexicano condena en bloque toda su tradición, que es un conjunto de gestos, actitudes y tendencias en el que ya es difícil distinguir lo español de lo indio».

Más que un viajero del tiempo, el hombre que arrojan las olas del Golfo de México en la primera toma de la cinta, se asemeja más a un espectro varado en el purgatorio. Su recorrido inicial por la costa solo acrecienta su desconcierto, en un paisaje tan genérico como puede serlo una playa, encuentra restos de basura que demuestran que nada permanece intacto al tiempo, todo transmuta, a veces a peor. Sin mucho atisbo, enfundado en su armadura, el conquistador emprende un recorrido casi instintivo por la denominada «ruta de Cortés» que sirve a su vez para que Reyes nombre los capítulos en que divide su cinta: la Costa, Veracruz, la Sierra Madre, el altiplano, el Paso de Cortés y Tenochtitlán.

Muy temprano en su andar, el soldado pierde la voz mientras reclama las tierras en nombre de Dios y la Corona Española en el patio de una escuela primaria, mientras se rinden los respectivos honores a la bandera; por lo que a partir de ese momento solo nos adentramos en su psique por medio de sus pensamientos, recuerdos e impresiones que se reproducen en la cinta a manera de una voz en off —como los susurros de un espectro que accede al mundo de los vivos sin comprenderlo del todo—. Este mutismo se vuelve pieza clave en el entramado de la película, pues le obliga a hacer uso de la escucha; este canal cobra una carga simbólica importante, si el conquistador representa al poder ejercido desde la violencia, quitarle la voz para obligarlo a escuchar los reclamos y demandas sociales es propiciar la reivindicación de luchas e injusticias suscitadas a lo largo de la historia, es decir, la posibilidad de subsanar las heridas que nos desangran.

El cineasta francés Jean-Luc Godard menciona: «Todos los grandes filmes de ficción tienden al documental, así como todos los grandes documentales tienden a la ficción». En ese sentido, la apuesta de Rodrigo Reyes gravita sobre un cine híbrido, entre lo más interesante de la ficción y el documental, abonando a una corriente de proyectos fílmicos que aboga por dejar atrás de una vez por todas las clasificaciones acartonadas de géneros y apuntalando a una concepción del arte cinematográfico sin demarcaciones creativas. «499» se yergue como una cinta performática, donde el personaje ficticio avanza en un éxodo decreciente de su altivez a medida que escucha con más atención los testimonios de personas reales que adolecen las barbaries del México contemporáneo. 

En este recorrido transhistórico de escucha, a manera de un realismo mágico cruel, este fantasma ibérico se halla con colectivos de personas que buscan restos humanos en fosas clandestinas; familiares de periodistas y activistas asesinados; migrantes centroamericanos que se trasladan en el lomo de la bestia; pobladores que se han conformado en autodefensas para protegerse de grupos criminales; sicarios que se han deshumanizado para ejercer sus actos; familiares de desaparecidos y víctimas de feminicidios que exigen la justicia que se les ha negado sistemáticamente. El mapeo de esta violencia toma un sentido crítico al contraponer dos momentos históricos con 500 años de distancia y recalcar que los sistemas de dominación y despojo solo pueden engendrar más crueldad.  

En lo personal, apuntalo 2 momentos que estampan de manera contundente la cinta de Reyes, el primero transcurre cuando el conquistador es apresado en la Sierra Madre por un grupo de autodefensas en las demarcaciones del municipio de Soledad Atzompa. El fantasma —ya para ese momento exhausto y conflictuado— es liberado por el poeta Sixto Cabrera González (1974). Esta breve interacción entre ambos, no solo se puede leer como un rescate físico, sino como una  manumisión a partir del arte; de la palabra como mediadora de dos visiones disímiles.  El poeta solo habla con el extranjero por medio de su lengua originaria, y es a partir de la poética contenida en ella que llega a cierto entendimiento y empatía con el fantasma, no en su naturaleza violenta y dogmática, sino en la su papel como viajero, por ello le permite continuar con su marcha. 

El segundo momento se da cuando el conquistador llega por fin a Tenochtitlán, como es de esperarse, el paisaje le resulta completamente desconocido. Donde antes se erguía una de las ciudades más hermosas del mundo precolombino, en medio de un lago que la amurallaba, los ojos del soldado ahora encuentran una urbe caótica que se expande en todas direcciones devorando el  horizonte. Es en la actual Ciudad de México donde escuchamos el testimonio desgarrador de Lorena Gutiérrez, quien narra los hechos de impunidad alrededor del feminicidio de su hija Fátima y los agujeros legales que hoy mantienen ese hecho en completa impunidad.  

A diferencia del resto de crónicas que conforman esta historia coral, la figura del conquistador no está presente en el relato de Lorena. El director prescinde del personaje de manera congruente al discurso reivindicativo de la cinta, al negarle atestiguar en su alegoría de sistema opresor, la rabia de una madre que al igual que miles de mujeres en el país no encuentra argumentos válidos para justificar la incapacidad de un estado mexicano por impartir justicia y resarcir los daños. 

Aunado a la conquista militar de Cortés, los procesos de evangelización configuraron lo que quizá ha constituido la conquista más perdurable del mundo occidental en esta demarcación: la religiosa. Esto no pasa desapercibido en «499». El viaje del personaje concluye —parcialmente— al norte de la Ciudad de México, en uno de los espacios con mayor concentración simbólica: la Basílica de  Guadalupe. Para este momento, el conquistador ha atravesado una ruptura de certezas y dogmas respectos a su figura. Emparentado en su fe con los feligreses que se trasladan de todas las latitudes del país hacia éste sitio, el soldado que ha cruzado el mar y 5 siglos en una noche, busca redención por sus pecados, pero al igual que el resto de nosotros, no encuentra respuestas que le expliquen la durabilidad histórica del rencor y sus remanentes en la violencia que nos desborda continuamente. 

Una constante en cuanto al abordaje de la violencia en el nuevo cine documental mexicano, es retratarla desde miradas y discursos disidentes. Sin embargo, a pesar de que exponer sus orígenes, consecuencias y entramados es por sí mismo un ejercicio de resistencia, por momentos parece sumirse en el uso reiterativo del horror que de esta se desprende para sacar al espectador de una pasividad ante ella. Lo cual también parece ocurrirle en términos generales a «499», pues a pesar de los riesgos asumidos por Rodrigo Reyes, existen en la cinta elementos que son lo suficientemente ambiguos para no profundizar en las reflexiones que busca detonar en los espectadores. Por el contrario, el desenlace se asemeja más a una invitación a la resignación que a desarrollar una propuesta que contribuya a una cultura de paz y restablecimiento del tejido social. 

A pesar de ello, la infructuosa odisea del conquistador nos invita a repensar nuestra relación con el pasado, los traumas históricos que arrastramos y los dilemas del presente. Algo imprescindible para encarar el futuro. 


Iván Landázuri
psicoeducivanrl@gmail.com
(Oaxaca, 1990). Ha colaborado para diferentes revistas como la Revista de la Universidad de México (UNAM), Apócrifa Art Magazine, Yaconic, Registromx, Penumbria, Letrina, Monolito, Clarimonda, Errr Magazine, Hysteria, entre otras.

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