Fotografía: Jefte Acosta


Hace un año que corté mis dreadlocks o «rastas», luego de ocho años desde que dejé crecer mi cabello. Fueron cerca de 45 dreads, acontecimiento que, mientras estaba en casa de Abril, una amiga quien pasó tijera, tuvo un gajo de tristeza: mirar cada una de ellas caer al suelo después de ese tiempo, que no es poco.

Duramos cerca de hora y media, mientras le contaba a Abril algunas situaciones en las que me vi envuelto; incluso ella, quien también tuvo sus dreads, me relató el momento en el que se las quitó por razones laborales y llorar inconsolable al mirarse al espejo, volver a la persona que había sido antes y que, quizá, había olvidado; terminar siendo lo que te decían que tenías que ser pese a la obstinación, vestirse con tacones, maquillaje excesivo y trabajar para obtener dinero y con ello ganarse la vida y la de sus hijos: más que cortarse el cabello es darse cuenta de que muchos terminamos siendo lo que no queríamos ser, concluyó.

Compartí la pena a diferencia de que mis razones no eran laborales, y entendí que más que un tema de fachada, la actitud tiene su relevancia, sin embargo, la forma en la que uno decide vestirse y que esta contraponga códigos de etiqueta en ciertos espacios o situaciones lleva toda una carga simbólica que hace pensar que el acto de uniformarse o hacer lo que uno quiere con su cuerpo va más allá de solo transformar el envase; forma y fondo siempre han estado vinculados.

Durante mis primeros años en la secundaria, el reggae me atrapó de la mano de The Paragons, Peter Tosh, Los Rastrillos, Ganja, Antidoping, La Yaga y, claro, Bob Marley. Desde la época empezaba a usar playeras o accesorios alusivos a esta idea a la que me suscribía, y asistía a distintos tianguis a comprar pipas, morrales y discos. Las dreads me parecían muy rifadas, y asistía a toquines del barrio, de ska, rap o reggae y miraba a batos y morras por su cabello y decidí que yo quería hacérmelas aunque sin éxito inmediato, debido a la disciplina escolar de la secundaria y la preparatoria, esta última de la que me expulsaron para volverme un subempleado de trabajos varios con las posibilidades reducidas al mínimo para llevar a cabo el cometido. Después de años, que decidí regresar a la preparatoria, a través de un sistema semiescolarizado y por tanto alivianado en su reglamento, y un trabajo vendiendo material de graffiti en un barrio de la ciudad de Querétaro —en Carrillo Puerto— dejé que mi cabello creciera durante año y medio hasta que, en la universidad, pude hacérmelas gracias a la colaboración de algunos colegas.

Conforme el tiempo transcurría, fui leyendo acerca de los rastafaris, del significado de sus símbolos así como las maneras de vida: y no, jamás opté por el veganismo ni tampoco levantarme a las tres de la mañana para realizar cánticos sacros; tampoco apoyaba el machismo ni la homofobia de los grupos tradicionales, pues esta idea contestataria de izquierda no era más que un sincretismo contemporáneo, pero no de origen, mas aquello de fumar hierba me acomodó bastante bien. Conocí sobre las tres órdenes religiosas: Nyabinghi, 12 tribus de Israel y Bobo Ashanti, así como la Revolución Etíope de 1974 con la que fue destituido Haile Selassie, personaje idílico considerado la tercera reencarnación de Jah —Jehová o Yavhé— después de Melquisedec y Jesús El Cristo, y me acerqué por un tiempo al sociólogo Simon Frith, gracias a Silvia, quien trabajó el tema acerca del reggae y las implicaciones sociales de la época para el surgimiento del género, ensalzando condiciones de raza y clase, género musical que tampoco corresponde a los rastafaris, pues la música originaria de tal modelo religioso son los llamados tambores Nyabinghi compuesto por tres tipos de percusión, metáforas, cada una, de la respiración, el latido del corazón y el raciocinio.

Rondé la mayor parte de la universidad con las dreads siendo un cliché del estudiante de la carrera en Sociología, llegando a realizar algunos trabajos al respecto del género publicando un ensayo en una revista estudiantil de la Facultad de Filosofía y una participación en un evento cultural de la ciudad. También es verdad que tuve conflictos con la policía, llegando a ser víctima de las «revisiones de rutina» de manera continua o siendo confundido con un ladronzuelo que tenía, según los señores justicia, mis características, por lo que fui detenido durante varias horas en el MP. Una ocasión, caminando con una amiga, pasamos por una calle aledaña a la avenida como “escondite” para echarnos unos pipazos, sin contar con que unos tipos en una casa me hablaron a gritos para llamar mi atención: «—Ese Bob, ¿qué pedo?, ¡ven, güey!», pensando en primera instancia que eran algunos camaradas, aunque ninguno me llamara «Bob», y darme cuenta a la postre que eran tipos desconocidos que querían que les diera un toque, para ser golpeado al negárselos —y no porque no quisiera, sino porque solo tenía una carga para esa pipa la cual ya había sido fumada—. No pasó nada grave, mi amiga me ayudó como pudo y solo me dejaron con un ojo morado y la espalda raspada.

Hay personas de todo tipo y aún recuerdo cómo en el Festival de la Toltequidad en Mineral de Pozos terminé ebrio sin gastar un solo peso gracias al patrocinio de un montón de sombrerudos locatarios que osaron llamarme el Rasta, a quienes les caí bien; o la curiosa y graciosa situación de parecer un vendedor de drogas: sí, seguro, a veces suelo esperar a las personas en cualquier punto y mientras lo hago, veo como sujetos se me acercan con sigilo, como si no me diera cuenta, para pedirme droga. Con mi roomie y su primo nos lanzamos a Xichú, al evento de huapango que se realiza a finales de cada año, siendo confundidos con Los Rastrillos debido a que este primo y yo teníamos dreads y una guitarra, y a que la agrupación había tocado un día anterior; nos detuvimos, llegaron varios tipos y nos palmearon la espalda, emocionados, para luego darse cuenta de que no éramos ninguno de los integrantes, sino tipos cualquiera, y ver sus gesticulaciones de rechazo y comentarios para irse alejando dejándonos ahí, con un gajo de fama instantánea.

Las dreads tienen su historia, y más allá de ser espectadoras han sido motivo de situaciones que rememoro con cariño, incluso los malos ratos. Aún conservo unas cuantas, y mirándome al espejo no me siento deshecho como Abril, pero sí diferente. Hoy, ya no escucho tanto reggae, las ideas cambian, los motivos y las pretensiones. Mis dreads están guardadas en el cajón del escritorio, junto a un collar de un hongo coloreado de verde, amarillo y rojo que me obsequió una artesana y una fotografía con mis compas de la prepa en alguna fiesta, siendo felices con caguama en mano, los ojos rojos y una sonrisa, mientras hacemos señales con las manos y un cuadro de Bob Marley mirándonos, colgado en la pared a un costado de nosotros.


David Álvarez
davidalv1990@gmail.com
Sociólogo, periodista y gestor cultural. Dirige Proyecto Saltapatrás.

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