
Fotografía: Laura Santos
Cada vez que escucho la palabra enfermedad mis pensamientos siguen, casi en automático, un listado: píldora, doctor, hospital. Pienso en doctor, casi nunca en doctora, y en drogas controladas, salidas de un frasco o una cajita: los fármacos, antes de un remedio natural o un té. Me cuestiono mi dependencia a los analgésicos al tiempo que embullo pastillas de ibuprofeno para poder escribir esto mermando mi migraña.

Que en mi imaginario premie la figura del médico, no la de la médica, es mi patriarcado saludando, aunque también me conduce a lo hermético de esta disciplina para con las mujeres y la configuración de sus espacios: quiénes y cómo pueden habitarlos.
Y aún hoy, cuando hay mujeres en el interior de toda la estructura burocrática, académica y practicante de la medicina, nos topamos con la violencia obstétrica, de género, las prácticas aberrantes como la esterilización forzada, la negación a servicios de atención médica de urgencia como el aborto, entre otros tipos de intervenciones que se movilizan desde un ánimo discriminatorio, sobre todo, por racismo o clasismo. Sin embargo, frente a la violencia institucionalizada, hay resistencias.

En diversos pueblos y comunidades de nuestro país, por tradición o por la falta de garantía de acceso al derecho a la salud, los malestares y enfermedades se curan con plantas y raíces. Así, mientras en el entorno urbano los rostros desfilan bajo cubrebocas y el ritmo de la vida se adecua a los semáforos y normas sanitarias para hacer frente a la pandemia que, a estas alturas, se siente eterna, en el horizonte rural, en cambio, el Covid no es un mito, pero la vida no responde a semáforos rojos, naranjas ni amarillos. Lo que premia es el verde de la vegetación y el aire fresco.
En consecuencia, conceptos como enfermedad y salud toman enfoques distintos dependiendo de las coordenadas. Por ejemplo, para mujeres como Estela, que viven lejos de las grandes ciudades, su entendimiento de la enfermedad es que los padecimientos físicos, por lo general, son la respuesta del cuerpo a un malestar emocional. Para ella, la diabetes invoca al nopal, xoconostle, neem y sábila, en vez de insulina. La medicina no es una pequeña píldora o un hospital; para ella, las farmacias están vivas y son las plantas de su huerta.

Manuela es una mujer de sonrisa amplia, que habla con seguridad, ternura y forma parte de un grupo muy peculiar, conocidas como las “médicas tradicionales de las Altas Montañas”. Precisamente por las enormes fisuras del sistema y las desigualdades sociales que quedaron expuestas por la pandemia, que aún nos azota, en meses anteriores, quise conocer proyectos alternativos de mujeres que buscan difundir la salud y el cuidado comunitario, ahí donde los servicios de salud estatal no llegan, por lo que, el trabajo y conocimientos de estas mujeres, no solo resulta interesante, sino vital.
Mi curiosidad me llevó a acompañar a Lilia, María, Alma, Francisca, Manuela, Gabriela, Ángeles, Laura, Estela, Isabel, Claudia y Fátima a la localidad de Potrerillo perteneciente al municipio de Coscomatepec de Bravo, Veracruz, con motivo de la celebración anual de su proyecto, en el que llevan ya cinco años. Las entrevisté para tratar de conocerlas en su dualidad como mujeres y médicas tradicionales, pero también como pequeña colectividad de mujeres, en la cual, han decidido trabajar como una forma de atesorar la memoria de sus antecesoras.

Para llegar a Potrerillo, Isabel, una de las médicas, ofreció su camioneta de redilas. El punto de reunión fue el Parque Central de Coscomatepec, Veracruz. Otras compañeras que viven cerca de Potrerillo, en Tetelcingo, decidieron subir a pie. Y al resto nos las encontramos caminando, mientras avanzábamos por la carretera. Hubo que desmañanarse, «siempre que se sube montaña hay que madrugar», me dijo una de ellas, mientras tomábamos atole de avena esperando por Isabel. Luego, apretujadas, como íbamos entre morrales y bolsas en la batea de la camioneta, entre esos detalles, percibí mis diferencias con esas mujeres. Por ejemplo, en cada bache y tope no resuelto por la conductora, para mí, era enfado; para ellas, motivo de carcajadas.
Se trata de 12 mujeres de cinco municipios distintos del estado de Veracruz, dedicadas a la herbolaria y a la medicina tradicional: «somos la herencia de nuestras abuelas y madres. La medicina natural se ha perpetuado junto con nosotras de generación en generación». Quiero destacar que en el grupo hay jóvenes, de la tercera edad, madres y profesionistas, y también están las que nunca fueron a la escuela. Y a pesar de las brechas de edad, pertenecer a distintos pueblos, o en su caso, provenir de comunidades indígenas, al encontrarse se saludan con júbilo de hermanas, de amigas.

Para las 10:30 de la mañana, ya están todas sentadas alrededor de la mesa en casa de Manuela, anfitriona en esta ocasión. Al estar en esa casa, siento que no traje los suficientes suéteres. Pronto me doy cuenta de que, Potrerillo no es frío, ¡es gélido! Desde el patio de la casa se observa esplendoroso el Citlaltépetl, más conocido como el Pico de Orizaba, pues estamos a solo dos horas de él.
Para calmar la sensación provocada por la baja temperatura, al pie de la mesa hay un anafre; el calor que desprende no basta, pero, es mejor que nada. Mientras las médicas toman café y comen pan, aprovecho para hacer preguntas. Quiero saber de su labor, se miran las unas a las otras, sonríen. Mamá Lena, imponiendo sus canas y sabiduría contesta: «somos mujeres médicas, curamos con plantas». «¡Somos curanderas!», enfatiza con orgullo otra, y las demás secundan con un «¡Sí!», y resuenan sus risas. Mamá Lena tiene 70 años, pero por su energía y vitalidad se podría decir que también 15. Tiene mirada entrañable y manos sabias. Sentada al lado de Mamá Lena está Alma, su hija. Ahí, frente a mis ojos, un retrato de la herencia.

Mientras transcurre la mañana, se vacían y llenan tazas de café. Me entero que se juntaron por casualidad en un encuentro de proyectos sociales, cada una iba por su lado y terminaron identificándose por un elemento en común: ser curanderas. A través de la China, como le llaman a María, descubro que las médicas hacen «caravanas de la salud», viajes que planean con mucha anticipación a comunidades de la región de las Altas Montañas. En estas caravanas, las 12 médicas suben cerros y recorren montañas para compartir sus conocimientos y atender a esas personas que la geografía o la economía les impide recibir atención médica.
En los municipios más alejados, las médicas irrumpen y toman una plaza, la iglesia del pueblo o un parque y extienden sus camillas, mesas e invitan a las personas de la comunidad a acudir a revisarse y atenderse con ellas. En estas caravanas no cobran, su servicio y la medicina que comparten es gratuita. Comparten también lo que saben, ofrecen talleres de plantas sobre cómo tomarlas y para qué malestares sirven. Su jornada es de diez a 12 horas y posteriormente vuelven a casa envueltas en la gratitud de la comunidad.

De manera reiterada, se dice que fue con los escritos de las misiones religiosas que llegaron en el siglo XVI y XVII a la Nueva España, donde se preservaron los conocimientos botánicos y médicos de los pueblos, esto no es del todo cierto. Se les ha olvidado contabilizar los testimonios, los relatos, los consejos de abuelos y abuelas. Si hay algo que no puede omitirse, es que estas mujeres veneran la naturaleza y la palabra que no se pudo matar en los años de la colonización, persiste con ellas y se encarna cuando se reconocen como parteras, curanderas y médicas tradicionales.
Admiro cómo han encontrado en la medicina alternativa un trabajo, uno que les retribuye económica y anímicamente. Mientras la anfitriona anuncia que pronto estará la comida, el resto se dedica a hacer su planeación mensual para el año que está por iniciar; programan caravanas de la salud y reuniones de estudio. Este año se han propuesto aprender diez plantas por mes, lo que implica saber sus usos, dosis y datos botánicos específicos. También acuerdan las fechas en las cuales se reunirán para elaborar medicina. Su botiquín es vasto, sobresalen sus tinturas, pomadas, champús, jabones, microdosis, tónicos, vinos, esencias, entre muchos otros productos.

Mientras conversan, me doy cuenta que lo que diferencia el conocimiento de la medicina natural con la institucional, es su comprensión holística de mente y cuerpo, afirmación y práctica que se levanta en oposición a la visión cartesiana que fragmenta la corporalidad de la mente. No es raro entonces, que las médicas hablen de la terapia de escucha. Esto es, hablar de los dolores, pero también de los problemas que carga cada persona, sus emociones y su historia para poder sanar el cuerpo, dicen.
Después de un día con ellas, descubrí que las médicas no se hacen llamar feministas, no hablan de feminismo ni de sororidad, no es que nunca hayan oído hablar de él, solo que, como me dicen, es una palabra que les suena lejos, como un eco. Sin embargo, las curanderas se han convertido en una presencia dispuesta a dialogar, resolver preguntas e informar; han posibilitado que otras mujeres conozcan sobre su salud sexual y reproductiva, invitándolas a conocer sus órganos sexuales y cómo sanarlos.

Me sorprendo por la cantidad de plantas que vinculan exclusivamente para la salud de la mujer. Hablan de plantas abortivas y plantas para mejorar la fertilidad. Varias de ellas son también parteras. Me dejan en claro que no buscan reemplazar la medicina institucional, la respetan y saben que hay casos que deben ser canalizados al hospital.
Les pregunto qué opinan de las brujas, ese concepto que se ha vuelto icónico en medio del movimiento feminista como una forma de reivindicación contra el patriarcado que mataba a las mujeres por decir o hacer fuera de la norma. Me dicen que no, que no son brujas, congenian con el pensamiento chamánico y el místico-mágico de los relatos de sus pueblos, pero los toman como metáforas y lecciones para sanar el espíritu. Además, agregan llamarse médicas porque es una forma de darle valor a lo que saben y hacen.

En su cotidianidad tienen consultorios, atienden en sus casas, además de prescribir plantas, curan de susto, de golpe, de empacho, acomodan a los niños durante el embarazo, hacen limpias y bañan a las parturientas después del puerperio para regresarles el calor que se les fugó al dar a luz. La gente llega con un dolor y se va sin él. No obstante, «nosotras no curamos, somos un instrumento, curarse es el trabajo de aquél que tiene un malestar», dice Francisca.
Formar este grupo fue todo un misterio, me refieren que les acompañaron dudas, miedos, discrepancias y choques de personalidad, pero el amor a lo que son y hacen les hizo buscar maneras de aprovechar las diferencias: «cada una de nosotras tenemos un don distinto». Las horas que pasé con estas mujeres se convirtieron en grandes lecciones de vida, sobre todo, por su voluntad de vivir y trabajar en un proyecto compartido que hunde sus raíces en una preocupación: el bienestar de sus pueblos.

Gracias por compartir, Mama Lena es mi tía y yo me he curado un sin numero de veces con sus teces y sus gotas. Ya no vivo en la altas montañas pero vuelvo a ellas por salud. Celebro este trabajo de difusión tan rico, justo, pertinente y profesional.
¡Que hermosa y valiosa información! ¿Hay algún medio a donde se pueda contactar con ellas para ir a consulta o saber en donde atienden? soy de la región y me gustaría mucho poder ir a curación con ellas.