Fotografía: Yahvéh Flores


A partir de las seis de la mañana comienza el caos. La multitud se forma, individuo a individuo, constatando que la cantidad impone. Las ciudades se miden en números: datos que explican nuestro funcionamiento mediante el registro de salarios, porcentajes, población económicamente activa, habitantes que llegan a la entidad y costos, por mencionar algunos. Carlos Monsiváis escribió de la Ciudad de México que, en el terreno visual, es la “demasiada gente”, término que, aunque sencillo, confirma una característica fundamental de las urbes que podría sustituirse por el “somos un chingo”. 

El movimiento multitudinario durante las mañanas tiene su complejidad. El aprovechamiento del día para hacer lo posible, es una virtud, aunque solo nos alcance a esperar. Estar en una fila para hacer algún trámite o pago. Comprar comida en el mercado o incluso ir al baño. La demasiada gente también es demasiada espera y, en la vorágine citadina, hay lugares creados con esa finalidad, como las paradas de autobús o paraderos. 

Por definición, un paradero es un dispositivo de intercambio pasajero-autobús, perteneciente al mobiliario urbano. En la ciudad los hay por cientos o miles. En avenida Revolución existen seis, en dirección sur-norte y siete de regreso, que abarca desde Insurgentes hasta la altura de Puertas del Sol, en plaza Patio. La ruta X-110, por decir un ejemplo, que recorre de la Loma hasta el mercado de La Cruz, cuenta con cuarenta y seis paraderos. La espera es, en resumidas cuentas, inevitable y la arquitectura nos lo confirma.

Las historias que habitan los paraderos dependen del lugar en el que te encuentres y dicen mucho del tipo de población, dependiendo la cantidad. En colonias obreras existen más que en las zonas de clase media, ya que la vialidad tiene sus diferencias. Los sectores privilegiados usan automóvil, teniendo tiempo para sí, mientras el resto, espera la ruta 29 con el anhelo de alcanzar un espacio. La contradicción de la ciudad es que todo lo conjunta y, a la vez, lo separa. 

La colectividad es colectividad hasta que se ve el autobús casi lleno, en el que apenas, calculando, caben dos personas más. Todos corren y empujan, porque hay que llegar al trabajo, escuela o algún servicio. La supremacía del individuo se hace presente para alcanzar ese pequeño rincón que la ciudad otorga. Pero no es solo el espacio: es el hambre, las cuentas por pagar, el miedo a la incertidumbre, que se acrecienta cuando la ruta te “deja en visto”, con la mano estirada.

Salir del trabajo o escuela, y volver al paradero, es el resultado del día. El turno vespertino también incluye catástrofe. Hay más automóviles y tráfico. Calor y cansancio. Es momento de regresar a casa, en otro periplo, aunque la angustia aguarde. Repetición y repetición y repetición. Albert Camus concluye que a Sísifo hay que imaginarlo feliz, al reconocer la futilidad de su tarea y la certeza de su destino, aunque, a decir verdad, hay que dudarlo. En una ciudad como esta, que oscila entre la modernidad y la tradición, la imaginación apenas alcanza para pensarlo aguardando, bajo la montaña, a la espera de que la piedra llegue, antes de comenzar a subirla. ¿No es eso un peor castigo? 


David Álvarez
davidalv1990@gmail.com
Sociólogo, periodista y gestor cultural. Dirige Proyecto Saltapatrás.

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