Fotografía: Giovanna Tron


Aprendí a andar en bici tarde y mal. Siempre fui una niña miedosa y ahora soy una adulta miedosa, pero que igual hace cosas. El primer recuerdo que tengo de montarme en un vehículo impulsado por mis piernas es el de mi triciclo Apache, rojo y metálico. Después, mi bici de Barbie, blanca con rosa y lila, con listones metálicos de glitter en el manubrio y dos pequeñas ruedas que me daban la seguridad de no tener que hacerme cargo de mi propio equilibrio. 

Aunque no recuerdo muy bien cómo fue que se tomó la decisión de que ya era momento de quitarle las ruedas de apoyo, sí recuerdo los intentos fallidos en los que terminé estampada en un árbol de la calle de atrás de mi casa y a mi mamá sosteniendo el sillín como si eso me protegiera de una caída. 

El parque de los Alcanfores fue el sitio donde por fin pude andar, andar sin rueditas. La pedagogía a la que le atribuyeron el aprendizaje fue la lección de mi papá con sobrepeso rodando en mi pequeña bicicleta. Yo se lo cargo más a la sensación de seguridad que esa tarde me dio: mi hermana chica, mi madre, mi padre y un pequeño cachorro negro que habíamos ingresado de contrabando. 

Los puntos de apoyo ajenos a las rueditas hicieron su trabajo y yo logré, por fin, a los ocho o nueve años, rodar sin llantitas de bebé. Las más intrépidas de la colonia lo hacían desde hacía años y en bicis mucho más grandes que ellas; trepaban, derrapaban en tierra, pavimento y grava; corrían, salían solas y lejos. Siempre traían las rodillas raspadas, los brazos morados y las piernas con marcas. Yo no. 

Luego vino una bici Mercurio color verde mayate; encontré a mi papá entrando con ella y una roja más pequeña la mañana de un 6 de enero. Faltaría poco para que encontrara antes de tiempo en el clóset los obsequios del siguiente Día de Reyes. 

Después fueron y vinieron varias bicicletas, pero solo una propiamente mía, también verde pero ahora menta. El polvo encontraba su sitio en los fierros de la bici y la diversión se iba encontrando en otros escenarios. Quizás ese fue un punto en el que la desconexión con el cuerpo comenzó y se iría perdiendo hasta que las señales de alerta me obligaran a volver al presente años más tarde. 

Aunque siempre formó parte de mi vida, nunca vi a la bicicleta como un medio de transporte; fue por falta de atención, porque mi padre y mi abuelo sí la usaban para moverse de un sitio a otro. No eran los únicos. Los obreros de la zona industrial Benito Juárez, localizada muy cerca de las colonias donde pasé las dos primeras décadas de mi vida, la usaban para llegar a trabajar y hasta hoy lo siguen haciendo. Pocas cosas han cambiado en realidad desde entonces, pero lo que prevalece es el motivo por el que la usan.  

Que si cerrar el centro al paso de vehículos, que si mover las oficinas de gobierno a las periferias, que si hacer ciclovías, que si cambiarlas al lado del carril de alta velocidad, que los millones que cuestan, que si las concesiones y el cobro con tarjetas de crédito para usarlas, que si los parquímetros; ahora que si los biciestacionamientos y las rodadas. 

El debate sigue estando en el Centro Histórico, la cara más bonita de esta ciudad, lo que ven los que vienen de lejos y los que pueden pagarse una vida ahí o que por azares se han quedado desde hace ya años.  El debate sobre el uso de la bici como transporte moral y políticamente correcto está lejos de donde más se usa por necesidad y no por estética. 


Ana Karina Vázquez
akarina.vb@gmail.com
Periodista de la generación del fin del mundo. Hija de la crisis y de la incertidumbre. Tengo muchas pasiones.

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