Fotografía: Laura Santos



Es febrero de 2022. Me encuentro en la calle Desierto de Arizona, en la colonia San José el Alto, perteneciente al municipio de Querétaro. Si esta colonia tuviera personalidad la describiría como ruda. No mala. No buena. Ruda. Es una zona límite: fronteriza entre el Querétaro que se segrega y descalifica y el que se presume. Venía mirando qué me iba a encontrar y nada, el Sanjo de siempre, a reserva de un par de nuevas calles pavimentadas, nuevos perros callejeros y nuevos establecimientos.

Al revisar Google maps me doy cuenta que Desierto de Arizona forma un triángulo con las calles Desierto de Sonora y Desierto de Australia. Es pedregosa; no hay ruidos, pero noto que los vecinos me observan cuestionando mi presencia en el lugar. Llego al número 22, la dirección del gimnasio de box Sampedro, minutos antes de las cinco de la tarde. 

Unas semanas antes había acordado mi visita, así que me esperaban. Después de las presentaciones y los saludos procuro instalarme. A las cinco en punto no hay un alma sin las manos vendadas, todos atentos a las indicaciones del entrenador. 

Las dimensiones del gimnasio no son amplias, pero la disposición de los costales, el ring, las peras, las cuerdas, la estación de sentadilla y pecho; el rincón de los guantes, el de los trofeos y la enorme pila de llantas pareciera dotarlo todo de una perfecta armonía, de una distribución inteligentísima; una vez que se contempla a más de una docena de niños, adolescentes y jóvenes rotar al compañero o costal contiguo a la derecha, sin tropiezos ni dilaciones para comprometer su energía y concentración durante los próximos sesenta segundos de sparring. “¡10 segundos! ¡Sigan, sigan!”, la voz del entrenador se impone sobre la música que retumba en la bocina. Luego toca con un desarmador un cilindro ahuecado de metal que emula el sonido de la clásica campana que anuncia el fin de un round, y todos paran. 

Advierto algunos huecos en las láminas que sirven de techo en la esquina izquierda al fondo del gimnasio; estos orificios dan lugar a la luz que atraviesa los lindes entre el exterior e interior del salón y soy testigo de cómo un fino trazo crepuscular se mimetiza con los cuerpos de un par de hombres jóvenes con corporalidad de Aquiles, desplazamientos ágiles que se comparten el peligro de los puños proyectados a cara y cuerpo que, no obstante, impasibles esquivan o bloquean con una pericia única. 

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¡SOY EL MEJOR!

¡SOY UN CAMPEÓN!

¡SOY UN BOXEADOR IMPARABLE!

Exclaman en coro los atletas, desde el que tiene ocho años hasta los de veintitantos, al terminar cada ejercicio. Esta declaración colectiva también forma parte del entrenamiento. El entrenador enseña a sus alumnos a visibilizarse, a creer en sí mismos. “¿Un arquitecto cómo hace una casa?, primero la dibuja, primero lo plasma y luego lo ejecuta. Repetirnos esas frases es una manera de representar el dibujo de lo que queremos ser, plasmarlo para poder llevarlo a la acción”, me explica Toñito. 

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La historia que se escuda en estas cuatro paredes comenzó muchos años antes; 1977, para ser exactos, en el barrio Tacubaya de la Ciudad de México, en la icónica escuela tradicional de boxeo “Gimnasio Lupita”, de portentosos niveles competitivos que diera lugar a figuras como Carlos Zárate “El Cañas”, campeón del mundo en el peso gallo de 1976 a 1979; Rubén Olivares “El Púas”, considerado uno de los mejores boxeadores peso gallo de todos los tiempos y cuyos triunfos le permitieron entrar al Salón Internacional de la Fama del Boxeo; lugar que comparte con Ricardo “El Finito” López, pupilo del mismo gimnasio. Finito López se coronó como campeón del mundo y fue preciado en la década de los noventa como uno de los mejores boxeadores libra por libra. Finalizó su carrera sin derrota alguna.  

El actual entrenador del “Gimnasio Sampedro”, José Antonio Sampedro Flores, asistió a este Atenas del boxeo mexicano para aprender del mejor entrenador y de los mejores atletas de la época en el mundo. “Ver ahí a un campeón del mundo entrenar te motiva a seguir y creer en un sueño, en una visión y que tú también puedes lograr lo que él logró”, me relata sin dejar de observar a sus atletas saltar la cuerda. Les indica la pausa y continua: “Lo que a mí me impactó fueron los entrenadores, esa paciencia, esa dedicación, ese amor a su vocación me llevó, después de muchos años de ser púgil, a retirarme en 1998 porque lo que realmente yo quería era ser entrenador”. 

El profesor Sampedro es un hombre de mirada trigueña, de aspecto reservado, pero tras unos minutos descubro que es un espléndido conversador. Me habla de boxeo de alto rendimiento y, mientras me explica, adereza con anécdotas de la historia de este deporte en México. “En este país, las clases sociales bajas practicaban boxeo como un medio para subsistir”. Veo que sus ojos se encienden mientras habla de algo que le apasiona profundamente. “El boxeo es de los deportes más longevos en este país y de los que más medallas y premios ha dado a nivel mundial. Siempre había un campeón que necesitaba quien le ayudara a hacer sparring –entrenamientos de guanteo– y no faltaba quien tenía hambre y necesidad de llevar pan a su casa y por darse unos trancazos; le pagaban”. 

Me habla de la importancia de contar con un equipo profesional multidisciplinario especializado en alta competencia, de la recuperación y el descanso. “El éxito de un atleta elite es, fundamentalmente, saber llevar la recuperación”. Puntualiza sobre técnica y metodología de entrenamiento. Aborda el tema del apoyo gubernamental y de la asidua carencia de este; los valores, la convivencia familiar, el contexto sociocultural, los retos de ser deportista en México.

Antonio Sampedro no es sólo el timón de este lugar y lo que sucede en él, es el padre del que se augura como el siguiente número uno del ranking de la Asociación Mundial de Boxeo: Toñito Sampedro. Interrumpo la entrevista con el padre para fotografiar al hijo. Sé que ninguna pose podrá reiterar la acción orgánica de un boxeador haciendo sombra. Una serie de movimientos íntimos que pueden desplegarse públicamente. Íntimos porque es correr el velo a la estrategia, a la combinación que se domina y a la que no. Hacer sombra es ser consciente de ti y de cada sección de tu cuerpo. Desde la perspectiva del espectador incluso podría asemejarse a una especie de danza que intimida, como una Haka Maorí ejecutada por “cuerpos pulidos como máquinas”, como refería el boxeador y también escritor, Arthur Cravan. La sombra es una danza sin pareja, donde inexcusablemente se puede dejar de percibir al otro, al adversario ausente.

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Toñito Sampedro, como le dicen los que pertenecen a su círculo más cercano, tenía sólo ocho años cuando empezó a entrenar box y nueve cuando atravesó las cuerdas del cuadrilátero para su primer combate. Contrario a cualquier prejuicio sobre el carácter de un boxeador, es sumamente amable y simpático: sonríe para devolver un saludo. Con su voz cargada de brío me refiere: “Desde el principio de mi carrera, en la secundaria, solo era el sueño guajiro como el que todos tienen de ser deportista y que muy pocos cumplen. Después, de unos años para acá, las cosas cambian porque ya es el sueño que empieza a cumplirse poco a poco. Tus compañeros y amigos empiezan a ver que lo estás haciendo real y que esa disciplina, hambre, esa perseverancia, ese enfoque, te está llevando a lo que tanto añoraste. Tener metas diarias, y algo que sí es muy cierto, al menos para mí, el boxeo me hace estar vivo y me hace estar bien, siempre. Nunca en mis 21 años me he permitido estar mal porque tengo sueños tan grandes que me exigen estar bien, no puedo estar desenfocado”.  

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El sociólogo Loïc Wacquant, interesado en la sociología urbana, empezó durante la última década del siglo pasado una etnografía al interior de gimnasios de box de la ciudad de Chicago, USA. Loïc se hizo aprendiz de boxeador y de su vívido estudio, del que sacó moretones y un manuscrito de 250 páginas aportó al mundo un enfoque muy peculiar sobre este deporte porque se permitió desarrollar todo eso que escapa al espectáculo de una pelea: la cotidianidad, la rutina, los entrenamientos, la fraternidad, el gimnasio, las relaciones sociales y de poder; las familiaridades entre pobreza, disciplina, dolor, éxito, fracaso y pasión.

Loïc comprendió que el mundo del pugilismo habita en lo que él denomina “la frontera entre naturaleza y cultura”. Es la barbarie que se tolera dentro de la civilización. Quizás porque es una empresa sumamente redituable que arroja millones de dólares anuales. Habría que decir también que el boxeo es una institución estrictamente masculina, el aroma predominante del gimnasio es masculinidad. Es el mausoleo de la virilidad y los valores que lo habitan y se exaltan en este recinto también lo son. Las mujeres boxeadoras, por tanto, se subordinan al orden simbólico y de género de este deporte. Confirmo esto último en el gimnasio Sampedro. Hay mujeres practicando boxeo, niñas y jóvenes, no se hace distinción con ellas, no existe algún residuo de condescendencia. 

Toñito, hasta el 2012, tenía 150 peleas amateur, de las cuales solo perdió una. Ese, recuenta, ha sido su momento más duro en el boxeo. En comparación, la pelea más difícil fue cuando saltó al boxeo profesional, su debut en el 2016. Tenía 16 años. “Traía un récord invicto de nueve peleas ganadas, cuatro por knockout, y me ofrecen una pelea por título de la WBA (Asociación Mundial de Boxeo). Yo no me sentía preparado. Fue la derrota más significativa para mí porque fue la primera que perdí como profesional y porque me noquearon. Yo jamás había tocado la lona, jamás me habían hecho un conteo. No sabía qué era ese sentimiento. Peleé, acabó en el asalto 5, me fui a los vestidores, volví a mi cuerpo, agarré un segundo aire y le pregunté al Dr. Gallo, su psiquiatra de cabecera: “¿Qué pasó?”. “Perdiste” ― ¡Nombre, yo no pierdo!― “Sí, te noquearon”, me respondió. 

El miedo al fracaso es una constante para muchos de nosotros, máxime en una sociedad donde pareciera que el emblema de nuestro tiempo es ‘preferible estar muerto a ser un perdedor’. Floyd Patterson, campeón mundial y olímpico, sostenía que todos los boxeadores siempre tienen miedo sobre todo los que están en el más alto nivel. “No nos asusta que nos hagan daño, sino perder. Porque perder entre las cuerdas no es lo mismo que perder en otro sitio”. 

Traduzco a Patterson así: un boxeador que entrena muchísimo, realiza acondicionamiento físico duro, trabajo técnico, kilómetros, cientos de kilómetros; horas acumuladas saltando la cuerda, golpeando el costal, cuidando lo que se come, las horas de sueño; se renuncia a fiestas, vicios. Es la senda de la templanza y el estoicismo. Y la hora de la verdad: la pelea. La pelea no es solo golpear o ser golpeado, es también la exposición pública de la vulnerabilidad. La golpiza de la vida con cientos de testigos atentos a cada movimiento, a cada golpe que entra y hace daño. ¿Qué pierde un púgil derrotado? El combate, sí, y con él, el orgullo. Perder es el golpe que más duele, representa el tiquete de retorno al barrio, al gueto, a la favela, a la miseria. Como aún es el caso de muchos boxeadores que toman esta disciplina como un camino para revertir generaciones de pobreza.  

“Fue un impacto saber que yo perdí”, me dice. Percibo que su voz viaja a ese momento: “Agaché la cabeza, se me salieron tres lágrimas y ya. Me cambié, mi contrincante estaba hasta el fondo esperando a ver cómo estaba. Le llamé, se acercó y le dije: “¡Wey, fue tu noche, qué buen trabajo hiciste, muchas felicidades!”. Y él me respondió: “No sé cómo te gané, eres un peleadorazo, no entiendo cómo es que yo gané esta pelea, sin embargo, se dio”. Él insistió a su oponente: “Hermano, fue tu noche, hiciste un gran trabajo, disfrútalo”. 

“Su entrenador se acercó también”, detalla: “Me dijo, hijo no sé cómo te ganamos, solo bajaste las manos y entró un golpe”. “Nada está escrito, fue su noche, disfrútenlo”. Con esta respuesta y sin pensar demasiado escribí la palabra ‘humildad’ en mayúsculas en mi pequeño cuaderno de notas. 

“Me fui a la casa con el promotor y mi equipo; cenamos, después me fui a mi cuarto, me duché y me quedé ahí como típica escena de película sintiendo el agua caer sobre mi cuerpo y tratando de quitarme la vaselina de la cara”. Se ríe mientras me lo cuenta. “Me dije perdiste, perdiste bien y encuéntrale el crecimiento a esto. Regresé a Querétaro a seguir entrenando, corregir errores y psicológicamente no desvanecerme porque una derrota no demerita el talento que tengo. Eso fue lo más difícil que he vivido en mi carrera, pero me centro en el egocentrismo, me centro como persona; más que como atleta, como ser humano”. 

Pregunto con mucha curiosidad cómo afectó esa pelea en el trato atleta- entrenador; se sonroja y moja los labios antes de decir: “la relación con mi padre es buena, es una de las bendiciones más grandes que he tenido, pero también es complicada porque en algunas ocasiones el egocentrismo que resulta de no haber perdido nunca, te crees Dios. Yo cuestionaba su trabajo. Había veces que le contestaba. Después del knockout dimensioné que es mi entrenador y que debo respetar las reglas y se acatan las órdenes, y si me dice haz un round más hago un round más; es simple”. 

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Su boxeo es intertextual, se me ocurre mientras lo veo hacer sparring. Pelea con honor, con valentía, arrojado al frente, pero estratégicamente. Anticipa inmaculadamente los rectos y bloquea sin error los volados. Al verlo, desde mi posición cómoda de espectadora donde todo parece ir tan fácil recuerdo a Joyce Carol Oates cuando dice que el boxeo es demencia pura; un deporte en el que la sangre se torna rápidamente insignificante.  

Eso me hace preguntarme cómo se inscribe dentro de esta ecuación la relación paterno-filial de los dos Sampedros. Sampedro Flores paterna devotamente y lo hace bien, eso es evidente. La cuestión es cómo pasó de ser el padre al entrenador. “Yo soy enemigo de forzar a mis hijos a hacer lo que a mí me gusta. Mi hijo llegó al box porque una vez me lo llevé a una competencia, a un nacional, regresamos y me dijo: “Voy a ser campeón del mundo”. “Ah, dije, de futbol porque él ya estaba en Gallos Blancos, ya había hecho las visorias, era bueno, muy bueno”. Me percaté que en este instante hablaba con el padre orgulloso de su hijo y no con el entrenador. “Yo tenía pensado meterlo al Pachuca a la escuela de futbol de alto rendimiento”. Cambia de tono y sube el volumen de su voz para enfatizar en la sorpresa: “¡Pero él se refería al boxeo!”. Así que le señaló a su hijo que para ser campeón del mundo primero tenía que ser campeón de su escuela, después de su barrio, después de su delegación, municipio, estatal, regional, nacional, luego debería ir a la Ciudad de México para adquirir los guantes de oro y barrer con todos los torneos de esa ciudad. “Íbamos entrenando y él iba consiguiendo todas las metas, ganaba y ganaba”. 

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Después de esta cosecha de triunfos, Toñito fue invitado a formar parte de la selección nacional de boxeo y a vivir en el CENAR (Centro Nacional de Alto Rendimiento) y en el CEDOM (Comité Olímpico Mexicano). Lo cual le permitiría seguir la ruta del sueño Olímpico; en cambio, decidió junto con su entrenador, declinar esa oferta y avanzar en el camino del boxeo profesional. 

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6:30 de la mañana. Diariamente, es la hora en la que comienza su día. Toma su desayuno. “Mi madre me cocina, ella es la que me ayuda siempre a tener mis alimentos a mis horas todos los días”, me explica. A las 8:00 a.m. llega a su primer entrenamiento. Entrena de una a dos horas. La preparación física está planificada y estructurada con meses de anticipación y la actividad difiere acorde al día de la semana: lunes y viernes, pendientes; miércoles, trabajo de pista; el viernes, trabajo de fondo; el martes y jueves polimetría, potencia, saltos; el sábado levantamientos máximos (halterofilia). Alrededor de las diez de la mañana termina para regresar a casa por su segundo desayuno. Se ducha por segunda vez y descansa. A la una de la tarde nuevamente se incorpora para volver a comer. A las 3:00 debe comer una colación y a las cinco de la tarde inicia la segunda sesión de entrenamiento, el cual tiene sede en el gimnasio de box, ahí se enfoca en el trabajo físico-técnico-táctico, el sparring, la velocidad, la potencia, la fuerza, la resistencia a la fuerza. Termina de entrenar, estira, vuelve a casa, cena, se vuelve a duchar y descansa. 

Me cuenta que en las horas entre un entrenamiento y otro estudia, lee, pasa tiempo con su familia y, sobre todo, dedica mucho tiempo a reflexionar. “Para mí el boxeo es cuestionarte todo el tiempo. Pero no solo para el deporte; siempre busco ser la mejor versión de mí mismo, tanto como atleta como persona”, declara serio, con mirada contemplativa, como queriendo alcanzar de una el futuro que desea. 

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Para Carlos Monsiváis el boxeo es un asunto de identidad nacional, como lo plasmó en su sátira altanera y estruendosa. Que actualmente México se encuentre en el top tres de las potencias mundiales en este deporte junto con Estados Unidos de Norteamérica y Japón le otorga la razón. Así, imaginar al joven púgil José Antonio Sampedro Segura en medio del ring con las luces reflejándose en su puño enguantado sostenido en alto por la mano del referee, mientras se le coloca el cinturón de campeón del mundo y el público grita su nombre entre aplausos y lágrimas, y como Muhammad Ali, pase de ser un muchacho de las calles de Louisville, en este caso, San José el Alto, a convertirse en un personaje del boxeo mundial, se me antoja como un esperanzador acto de nación. 

Laura Santos
lausantos012@gmail.com
Afromexicana, abogada feminista, docente, integrante del Colectivo de Litigio Estrátegico e Investigación en Derechos Humanos, A. C.

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