Fotografía: Jefte Acosta
Son las cinco de la tarde y el sol descarga su violencia sobre una calle sin pavimentar en Zapata, una pequeña comunidad de Corregidora a la que la mancha urbana de Querétaro devoró sin misericordia hasta reducirla a una colonia popular que abandonó hace tiempo la milpa por el trabajo industrial. Bajo ese sol tan terrible, uno de los más inclementes de México, un pequeño Sedán rojo avanza con precaución y estaciona frente a una casa blanca con un inmenso zaguán de madera. El auto, destartalado y cubierto de polvo, no desentona para nada con el entorno. En su interior podrían ir obreros o campesinos tornados obreros bajo la fuerza de un capital que poco sabe de tradición y formas de vida que no quepan en su lógica de prisa.
Quienes bajan son más bien cuatro mujeres jóvenes. Van riendo, tomando refresco, disfrutándose a sí mismas. Una de ellas abre el zaguán y las demás entran detrás. Al interior las espera un muchacho, un chico delgado y moreno; usa lentes y lleva audífonos alrededor del cuello. Las cinco personas suben por una escalera de hierro y se disponen a entrar a una habitación oscura. Antes de dar ese paso, una de las chicas, la más baja, toma una cajetilla de cigarros y los reparte entre las demás; también le da al chico moreno, los cinco fuman y siguen bromeando un rato, hasta que los cigarrillos mueren y, con ellos, el tiempo de espera. Es hora de comenzar. En el interior del cuarto oscuro están los instrumentos, también algunas personas más, dos reporteros de un medio y algunos muchachos jóvenes. El chico de lentes va hacia una tornamesa; las chicas, por su parte, se posicionan, tres frente a los instrumentos y una, la que repartió cigarros, frente a un micrófono. Se les ve un poco nerviosas. No es para menos, en dos días estarán en el festival Pulso GNP abriéndole a bandas como Gorillaz. Hace dos años, ni siquiera se imaginaban que tocarían en un evento así. Hace dos años, ni siquiera creían posible la fama que hoy las acompaña. Para ellas esto era un sueño, o más bien una aventura; una aventura de amigas que se unen para hacer ruido, pero no un ruido cualquiera, sino uno contestatario, un gruñido de protesta que interpele al capital y al patriarcado y a cualquier otra forma de explotación. Un gruñido de libertad, de cacomixtla salvaje.
El orígen de Pizárnikas, probablemente la banda más original en el Querétaro contemporáneo, hay que buscarlo en la época prepandémica. En ese mundo, que ahora se antoja lejano, ya se percibía una furia y un descontento generalizado que por entonces encarnaba sobre todo en las luchas de las mujeres. Fue en ese contexto, el de las marchas multitudinarias por las desaparecidas y los tendederos para exhibir machitos, que a dos estudiantes de la UAQ se les ocurrió que quizás estaría bien iniciar una banda. Estas dos pioneras, Majo y Pay comenzaron a buscar entonces alguien que se les quisiera unir y así encontraron a Ana, una estudiante de psicología con gran aptitud para tocar la guitarra. Las tres comenzaron su aventura tocando en marchas y eventos contestatarios. Su primer toquín, de hecho, fue en una protesta a la que a duras penas asistieron cinco personas, pero eso no las detuvo, porque un espíritu punk, medio grunge y con toques de bolero, como dicen ellas, comenzaba a poseerlas y a convertirlas en lo que son ahora.
Una vez frente a sus instrumentos, las chicas comienzan a hacer de las suyas. Lo primero que tocan es ‘Subversivas’, una canción bastante punk que no deja títere con cabeza y que tiene la capacidad de empoderar a cualquier persona que se identifique como morra. Mientras la escuchas, la electricidad de la guitarra y el bajo te atraviesa todo el cuerpo como un rayo cósmico que grita ‘no estás sola’. Más adelante, a los pulsos electromagnéticos que te convierten en ninfa soberana de sí misma, se suman también los sonidos profundos de la batería, un instrumento que, como lo reconoce la propia Pay, sentada tras los platillos, se asocia poco con la feminidad, pero que aquí está, feminizado y poderoso, acompañando a la voz de Majo, la vocalista, quien cae presa de un frenesí, o éxtasis como el de las brujas que recorrían aquelarres en los tiempos más antiguos, mientras se contorsiona y se arroja contra el suelo, una y otra y otra vez sin dejar de cantar y desgarrarse en un grito delicioso que no puede saber sino a libertad y digna rabia.
Tocan la canción dos veces, para pulir detalles, pero ambas resultan exquisitas y a las cuatro se les ve consumidas por el frenesí musical o místico o brujo que ha hecho retroceder al sol hasta producir un hermoso crepúsculo que atraviesa las pequeñas ventanas del estudio. En su cuento más famoso, el argentino Jorge Luis Borges insinuaba que los atardeceres de Querétaro eran dignos de mencionarse, pero aunque tenía razón, Borges no tiene lugar aquí, si hay alguien de la Argentina cuyo espíritu está presente en esta sala, es la poeta que da nombre al grupo: Flora Alejandra Pizarnik, conocida tanto por su vida breve y por su poesía tan profunda como cavernosa y, a la vez, llena de luz.
“Queríamos homenajear a alguna artista mujer y se nos ocurrió Alejandra Pizárnik porque nos laceraba el corazón”, dice Ana, la guitarrista, en un arranque de sinceridad y de lucidez: “‘Pizarnik tiene esa cosa medio visceral, medio emo y medio amorosa que hace que te duela el alma y te identifiques”. Lo que dice sobre la poeta aplica también para la música que hacen ella; duele el alma, pero duele con placer. Hay algo sadomasoquista en lo que hacen estas mujeres, algo, por supuesto, muy de brujas, muy de transgresión.
La vena musical les llegó de muy diversas maneras. Majo, por ejemplo, parece traerlo en la sangre. Nieta, bisnieta y tataranieta de mujeres cantantes, no parecía sino lógico que terminara como vocalista de esta agrupación. Pero el camino no ha sido fácil, pues la atraviesa la maternidad y en un mundo patriarcal, obsesionado con la producción y que además invisibiliza los cuidados, esto puede verse como un obstáculo. Sin embargo, Majo nos muestra que esto no es así. Es posible maternar, estudiar, trabajar y aún así convertirse en estrella de rock, aunque no en la forma individualista y meritocrática a la que, por desgracia, nos hemos acostumbrado tras años de adoctrinamiento en los caprichos del capital. Para salir adelante al estilo Majo, lo que se precisa es una comunidad que te apoye para maternar y ejercer esos cuidados que el macho capitalista insiste en dejar para las mujeres madres en una situación de eterno agobio y aislamiento. Esa comunidad la ha encontrado en su familia, amistades y en sus compañeras de banda, que la acompañan más allá del micrófono.
La maternidad es algo que también atraviesa a Ana, quien comenzaba a hacer sus pininos como guitarrista en las jardineras del CBTIS 118 de Corregidora. Aunque el espíritu artístico parece haber estado siempre con ella, su timidez la había mantenido lejos de los reflectores. Fue la propuesta de Pay y de Majo la que la orilló a probarse a sí misma que podía ir más allá de esos límites. Hoy, está a punto de cantar frente a más de 10 mil personas, pero no habría llegado aquí sin sus compañeras que le han inyectado confianza y le han demostrado que son un equipo. “Ellas son mis amigas, no solo mis compañeras de banda; me han acompañado cuando he estado mal, creo que eso es también una forma de contrarrestar a la industria musical, donde todo está muy masculinizado, todo es trabajo”, dice siguiendo la misma línea de pensamiento de Majo.
Para Isabella, la más reciente integrante de la banda y responsable de los electrizantes beats del bajo, siempre se trató de imponerse sobre su origen y su historia personal. Ella es la única integrante que no creció en Querétaro. Su español es tan perfecto, que cuesta creer que hasta hace casi dos años había pasado toda su vida en Brasil, de donde es originaria; un país muy parecido a México, pero sumido en una oscura dictadura ultraderechista que ha probado ser un verdadero terror para las mujeres y las poblaciones sexodiversas. Isabella es las dos cosas y no solo eso, también viene de una familia evangélica, como el 40% de la población en su país. De hecho, sus primeras experiencias musicales fueron tocando en la iglesia a la que asistía su familia. Hoy, sin embargo, su madre cristiana no solo la apoya, sino que además disfruta mucho de ‘Bruja’, una de las canciones más representativas de la banda.
Algo similar sucede con Pay, la ‘ruda’ del grupo, la baterista, cuya abuela asiste a las presentaciones de Pizarnikas y su familia apoya totalmente su carrera, algo que no es nada común en un país como México, donde dedicarse al arte se ve como sinónimo de morir de hambre. En el caso de Pay, además, hay una barrera adicional que romper, la que dicta que la batería es poco femenina, pero ¿qué la hace poco femenina? ¿Qué determina la feminidad o masculinidad de un instrumento? La verdad es que no lo sabemos, aunque el imaginario colectivo atribuye su percusión y violencia a la masculinidad. No es concebible para el rockerito promedio, aferrado a los viejos cánones musicales, que la feminidad pueda desenvolverse bien en la batería. “Se nos exige elegancia”, dice Pay, “porque los roles de género nos persiguen hasta el escenario”.
Elegante o no, lo que Pay hace con la batería es formidable y no por ello menos femenino. No es la primera que ha tocado este instrumento, claro está. La baterista de Pizarnikas tiene un gran repertorio de precursoras, la mayoría de ellas muy punk. Porque más que un instrumento masculino, la batería es un instrumento y no es lo mismo. Es el patriarcado el que quisiera despojar a las mujeres de toda forma de violencia como mecanismo de defensa. Es el patriarcado el que las quiere fuera de la batería y también fuera de los escenarios.
Cuando les dijeron que tocarían en el Pulso GNP, las Pizarnikas enfrentaron todo tipo de reacciones. Algunas muy positivas y otras francamente hostiles. Estas, en su mayor parte, vinieron de hombres. Hombres que se acostumbraron a los viejos modos de ser dentro de la industria musical, hombres a los que su exclusión del festival les supo a cuota de género o vendetta feminista. Nada más lejos de la realidad. Entre las Pizarnikas, el mérito habla por sí mismo. Y así lo dejan relucir agitando el escenario de su estudio mientras ensayan ‘Culeros, culos’, una de sus canciones más populares y con razón. Ya no es solo Majo la que se retuerce en el suelo como si estuviéramos en un ritual pentecostal, sino que ahora la acompaña Ana, quien agita la guitarra mientras de pie ambas son custodiadas por los sonidos profundos que arroja Isa con el bajo y Pay con su batería cargada de ira femenina.
Existe una tendencia a identificar al rock como una música de hombres blancos y viejos que se sienten aún en la flor de la juventud pese a encontrarse cada vez más lejos de los cuarenta. La escena rockera en América Latina pareciera haber dejado atrás la dorada época punk y contestataria, sustituyéndola por misoginia, homofobia y transfobia. Por fortuna, siempre hay bandas dispuestas a demostrar que esta es una idea equivocada y que la subversión no solo es posible aún en la escena musical, sino que además es necesaria. Pizarnikas es una de ellas.