
Texto: Ramsés Oviedo Pérez
Siguen las crisis. Muchas veces me pregunto qué hacer en esa situación, azorado ante el fenómeno de la “cultura de la cancelación”; si esta tendrá su origen en realidad en un viejo problema: el de no tolerar ciertas formas de vida y de pensamiento. Hay un férreo discurseo que ahoga “hasta el presente” perorando expresiones como la de “tolerancia”. Prácticamente sucumbe por aquí y por allá la tolerancia como una “idea fuerza” (en el sentido de J. Emilio Foullié). La respuesta quizás es reconstruir la idea de uno de sus más celebérrimos ideólogos: la figura (o figurón, dirán sus secuaces) de Voltaire (1694-1778).
En principio, podemos afirmar que su Traité sur la tolerance es de un modo más o menos terminante la expresión y fundamento de su postura sobre tolerancia, sin perjuicio de que tal toma de postura resurja en el repertorio terminológico de su “Diccionario Filosófico”. Si bien el contexto del siglo XXI le ha sacado prensa a “fenómenos de intolerancia”, en este modesto ensayo me esmeraré no tanto en lambisconear a un adalid de la Ilustración francesa, ni siquiera en imputar los actos hipócritas que Voltaire hizo para concretar la edición de su libro, cuanto en atender y ofrecer una vivisección de su idea misma de “tolerancia”.
Tan pronto como se abre el libro, el andamiaje argumentativo de Voltaire empieza tallando, en calidad de estandarte ilustrado, la idea de que “la filosofía, solo la filosofía, hermana de la religión, ha desarmado las manos que la superstición ensangrentó tanto tiempo; y el espíritu humano, al despertar de su embriaguez, se ha asombrado de los excesos a que le había arrastrado el fanatismo” (p. 29). Veo, en algún modo sorprendido, que los fenómenos implicados con la “tolerancia” surgen de la pluma de Voltaire con un tono revisionista. La multitud de datos históricos que es capaz de citar eruditamente en su exposición queda atajada según un baremo ético-político. Y entretanto, como caso emblemático, afirma que “esa tolerancia (dada entre ciertos grupos) jamás produjo guerras civiles; la intolerancia ha convertido la tierra en una carnicería” (p. 33). En ese exigente enjuiciamiento de la tolerancia y de la intolerancia que el autor de “Tratado sobre la tolerancia” advierte que lo hace pensando más que nada en el interés de las naciones en lo tocante al bien físico y moral de la sociedad (ibid).
Parecería que Voltaire encumbra a la “razón” frente a los movimientos ideológicos de la intolerancia: “la razón es tan dulce, tan humana, inspira indulgencia, ahoga la discordia, fortalece la virtud, hace amable la obediencia a las leyes” (p. 36). Su defensa de la tolerancia (en la línea de autores como Diderot y Romilly), formulada desde esa holgada apelación a la razón, se hará consistir así mismo fraguando una crítica del concepto de verdad aplicado tanto a la doctrina revelada por Dios (en su subsuelo ortodoxo) como a la institución pretendidamente depositaria de tal verdad (Iglesia). Y entretanto que pareciera que no cabe encontrar un vínculo entre razón y tolerancia, cuando se nos torna embrolloso, Voltaire pinta un argumento astuto, y ello al menos en la medida de su peso “nematológico” (en el sentido de G. Bueno): si el “derecho natural” fundamenta el “derecho humano” (pese a los equívocos que florecen en esta noción nuestro autor sigue sin examinarla siquiera poco), en tanto en cuanto precisa (inclusive en una escala jurídica) la “regla de oro”, luego, cualquier imposición que se entusiasme haciendo mal a quien “no crea en su religión” será entendida no menos que como una barbaridad. Allí, al remirar qué idea de “religión” anida en las entendederas de Voltaire, es notoria una perspectiva sociologista: los pueblos de la historia han mirado sus religiones “como lazos que los unían a todos; era una asociación del género humano” (p. 41).
El autollamado “Patriarca de la tolerancia”, no obstante la preocupación que guía su tratado, nos ofrece un concepto “lisológico” de tolerancia. Evidentemente algunos suponen que Voltaire hizo el tránsito del egoísmo a la universalidad, que pasó a apoyarse tanto en un antitradicionalismo (que demolió todo anhelo de clericalismo) que se enfiló enérgicamente contra los privilegios heredados y en la fe en el progreso, como en un entusiasmo por la ciencia newtoniana que animó la propuesta de derechos universales del hombre a manera de leyes universales en el ámbito social. “En nombre de la “Razón” luchó Voltaire contra las sectas que monopolizaban al Dios universal y contra la justicia impartida por tribunales de provincia, sometidos al localismo y a los caprichos de los señores de la región; la tolerancia fue para él la apertura hacia lo universal que buscaba poner fin a la discordia entre seres humanos empeñados ante todo en la defensa de sus pertenencias particulares y de sus intereses propios”. Sin embargo, esa nomenclatura revisionista se tapa los ojos ante una exigencia terminológica. Pues claramente la premisa metodológica de Voltaire no representa gran cosa en tanto en cuanto parece hacer valer unívocamente el significado de la tolerancia. Así discurre, por ejemplo, citando casos político-religiosos tendentes o bien a apreciar que existe la tolerancia (cap. XIII) o bien para despreciar que exista la intolerancia. Partiendo de una base doxográfica (cap. XV), en cierto sentido justificable merced a lo que significare la “tradición”, aduce que hay “absurdidad en la intolerancia”. Y eso que en el cap. XVIII (pese a que él retomó los principios jurídicos del Derecho penal liberal de Cesare Beccaria) suelta por ahí que hay casos donde la intolerancia “parece razonable”.
Hay más: una directriz que asume Voltaire en ese lioso tratamiento por la intolerancia es la noción de “superstición” (absolutamente ineficiente en el cap. XX). A pesar de sus taras metodológicas (por cuanto tributa a pie juntillas un “desinterés” por la “filosofía de la religión”, la “antropología de la religión”, la “sociología de la religión” o, incluso, la “psicología de la religión”), buscando “si es útil mantener al pueblo en la superstición”, no obstante distingue que “la superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía”. Semejante analogía comparativa en Voltaire viene a significar que el hombre puede abrazar una “religión pura y santa” siempre que no se deje asfixiar por una absoluta “superstición” (término que, dicho sea de paso, fue un fulcro de “crítica” para la cohorte ilustrada). Ahí, dejando al margen cualquier definición funcional de la “superstición”, no lo detiene para concebir la debilidad del género humano como la causante (o determinante) de su sujeción a las supersticiones. Voltaire va a aplicar un juicio historiográfico al decir que los pueblos han subsistido en la superstición “incluso (nos detalla) cuando por fin la religión fue depurada”; haciendo de él, advirtámoslo, una premisa de una muy dudosa eficacia aun cuando refiera que la “razón” que penetra “día a día en Francia” (sic) deba cultivarse pese a las secuelas que dejaron en su país las “bestias feroces” (o maestros de errores que son para él: Pascal, Arnauld, Bossuet, Descartes, Gassendi, Bayle, Fontenelle). Pero Voltaire no nos hace saber qué concepto de “razón” pregona su pretendido racionalismo. Introduce la razón para corregir los excesos de la voluntad (como hicieron otros filósofos) pero ¡con qué simpleza! Con esto sabido, habrá que decir, por lo menos para menguar los excesivos laureles que endiosan a Voltaire como filósofo, que uno de los rasgos capitales del “Tratado” de Voltaire es esa reiteración sofística que procede ad hominem contra esto o aquello; y que, incluso desde el bastión del llamado “análisis del discurso”, sobresale un uso retórico de la palabra, un “estilo exhortatorio” (fermento del género epidíctico) dotado de un sistema de expresiones que hacen referencia a ciertos contenidos indefinidos.
Si hay vaguedad en el manejo de la mencionada idea tolerancia, ¿qué cabe esperar de la propuesta asentada en el cap. XXII de una “tolerancia universal”? Voltaire viene a decirnos (y lo dice, en efecto, con todos sus pelos y señas) que “hay que mirar a todos los hombres como hermanos nuestros”. Lo cree porque en este pequeño globo terráqueo el hombre no tiene razón para cortar (¿habrá que sobreentender que por “intolerancia”?) la vida de quién no piensa como nosotros. No tocaré la “paradoja de la tolerancia” (cuya faceta lógica revela un círculo vicioso) que suscita inmediatamente tan ideológica consigna. En todo caso, hacia el cap. XXIII, ya en las postrimerías de su “Tratado”, en relación con esa busca de “hermandad mundial” tendente a concretar una especie de “paz perpetua” (a lo Kant), Voltaire hecha en cara que su suposición de tolerancia se ve restregado por una plegaria (de un íntimo sentido apologético…). “¡Ojalá todos los hombres recuerden que son hermanos!”, expresa, tajante, Voltaire… Nada revela más su emparejamiento con consignas románticas cubiertas de buenaondismo y vida social caricaturizada. A su modo recuerda al estilo de F. Schiller cuando poetiza en su muy famoso himno: “¡abrazad todos!”.
En consecuencia, es notorio que Voltaire no opera con una idea “crítica” de tolerancia, al no establecer, sobre todo, los parámetros pertinentes para argumentar una idea positiva de tolerancia. El lector de Voltaire pensará que es genial, en el terreno de lo estilístico, pero garrafal en las cuencas de la argumentación. Ante este autor, pese a sus alardes de historiografía y doxografía, estaríamos como en la vez en la que el gran orador Antifón respondió a un dramático que le objetaba más o menos esto: “¿Cómo te atreves a hablar en público sin saber definir la metonimia?”, a lo que Antifón le respondiera: “No sé definirla pero escucha mi discurso y encontrarás muchas”. Voltaire, mutatis mutandis, podría responder: “No puedo definir el concepto de tolerancia, pero lee mi “Tratado” y encontrarás muchos casos de intolerancia”.
¡Qué importa definir la tolerancia! No hay fórmula que sintetice mejor esta falta de desiderátum léxico en Voltaire. Si tenemos en cuenta esas generalidades de la idea de tolerancia del autor de “Cándido o el optimismo”, alcanzaría a justificar el éxito y miseria conceptual que se hace cargo no solo su “Tratado” sino también su “doctrina” de la tolerancia. La respuesta a la pregunta, ¿qué es para Voltaire la tolerancia?, según me veo obligadísimo a inferirlo, no guarda en su desarrollo un contenido claro y distinto. Mi gran preocupación, así, cuando más, termina por hallar las insuficiencias terminológicas donde cabría aducir si hay de veras un concepto definido y determinado en Voltaire. Lo que se necesita, pues, no es reconocer la buena fama del “Tratado”, sino por mor de su impacto social: es volver a “razonar” la idea de tolerancia. He aquí la última exigencia. Que es enorme. Pienso en lo que decía Ferrater Mora sobre la actitud cristiana de “vivir la vida”: “Pues si la práctica es ciega sin la teoría, esta es impotente sin la práctica”.