Por: Juan Pablo Duque

Ilustración: Armando Ortega Orozco


Testificarse a sí mismo es también testificar una época. Goya retrató y a la vez testificó su mirada acerca de la sociedad española del siglo XVIII en Los Caprichos. En los 80 grabados dejó en claro su insatisfacción con el orden social y mostró que ser testigo implica contemplación y acción. Observar y crear. Primo Levi testificó la Shoah; en sus retratos literarios no sólo hay un desgarro, una crítica y una confesión, también es un acto de supervivencia encontrar las palabras o, mejor dicho, no permitir que la oscuridad de lo atroz lo enmudeciera.

Ahora, si el siglo pasado fue el siglo del testigo, ¿qué pasa hoy que las palabras no aparecen, que la velocidad absorbe, que, como dice el filósofo Santiago López Petit, no nos es permitido habitar la vida más que desde el malestar? Y lo curioso es que las palabras que denotan malestar como el dolor, la pérdida, el odio, el enojo y la indignación se castigan desde el capitalismo lingüístico como un accidente o un hecho meramente transitivo. El capitalismo ha afectado nuestra capacidad de testificarnos a nosotros mismos, ya que nos ha llevado a internalizar sus valores y formas de pensamiento. El sistema ha creado un ambiente en el que el individualismo y la competencia son altamente valorados por encima de otro tipo de narrativa.

Este texto busca reflexionar de qué manera el sistema capitalista influye en la imposibilidad de dar cuenta de nuestro propio mundo interior y cómo se ha colonizado instrumentalmente la potencia para dar testimonio de nuestra particular experiencia y hacernos eco. Es una tragedia política, desde todo punto de vista, no encontrar una propia lengua, como dirá Lacan, para nombrar lo que somos. Es un problema no poder testimoniarse a sí mismo o congelar nuestra intimidad al hablar en una lógica económica de nuestros afectos. Por último, propongo una pequeña e instrumental solución: hablarnos desde la resonancia, desde el eco, desde un lugar que hasta el momento sólo ha sido habitado por el arte.

Tertis o supertes

Para comenzar es importante definir lo que es un “testigo”. El filósofo Giorgio Agamben, en su texto sobre Auschwitz, hace una distinción etimológica de la palabra, entre tertis y supertes. Terstis hace referencia a un tercero excluido y neutral que puede dar cause a un juicio entre dos contendientes. Supertes, por el contrario, alude a una persona que vive acontecimientos y experiencias, y decide darle cause en un testimonio, lo que Walter Benjamin nombrará como un narrador; un sujeto que tiene la capacidad de intercambiar experiencias y romper el enmudecimiento. Benjamin explica que la guerra, por muy contrario que se piense, generó más enmudecimiento que testimonios, y hay personas que ante los acontecimientos de violencia sólo les queda su palabra (casi como un resguardo).

En suma, tertis es testigo jurídico, objetivo; aquella persona que dilucida la “verdad” de un hecho, mientras que supertes es el superviviente, el último bastión emocional, subjetivo y conmovedor de lo que acontece e interpela al sujeto. Quien ha vivido la experiencia puede —y quizá debe—contarla.

Pareciera que, como dice Eva Illouz, nuestra intimidad se ha congelado porque no encontramos cómo nombrarla o con qué palabras; cómo hacernos supertes, ya que ni nuestra experiencia ni la del Otro nos conmueve.

La memoria

Ahora, de lo anterior surge una pregunta, ¿cuál es el material del testimonio supertes? Las respuestas son la memoria y la palabra.

No obstante, la memoria del supertes no es un almacén y sí una acción, es decir, la tradicional idea de la memoria es que es un depósito de experiencias, archivo de lo vivido y poco más. Archivero. Museo inerte. Y no hablo de ello, la memoria del supertes es acto vivo que se testimonia a sí mismo. Memoria que es performativa. Los recuerdos, en tropel, fluyen como una ola eterna; no son materiales inertes de un cofre, son testigos de nuestra vida pasada, grabados para siempre en nuestras venas. La memoria del supertes es acto y se evidencia con dos imágenes: la de una cicatriz y la de una corteza de un árbol.

Una bestia de la literatura llamada Piedad Bonnet escribió un poema bautizado cicatriz y dice lo siguiente: «No hay cicatriz, por brutal que parezca, que no encierre belleza. Una historia puntual se cuenta en ella, algún dolor. Pero también su fin. Las cicatrices, pues, son las costuras de la memoria, un remate imperfecto que nos sana dañándonos. La forma que el tiempo encuentra de que nunca olvidemos las heridas», la herida performa a la memoria. Por ejemplo, para un supertes como Primo Levi la memoria es aquello que se hace con la herida y su dolor: escribir. ¿Dónde está la herida? En la memoria que se hace escritura, en el testimonio mismo del horror que se encarna en la pluma. No le pertenece, él se hizo cicatriz.

De igual manera existe la corteza de un árbol que es una cicatriz que queda de cada incendio, inundación, terremoto o plaga y que da la forma al tronco. La corteza de un árbol es frontera y memoria; testigo mudo de lo vivido, donde cada insecto que se posa deja una marca y es una bitácora de los años o siglos transitados. La envoltura del árbol es la historia que deviene de los pájaros que se posaron, de las hojas que se cayeron, de las sombras que se proyectaron y de las luces que se filtraron; sus cicatrices son su testimonio irreprimible de sus pliegues con el mundo.

La palabra

Puede haber memoria, pero el problema es la palabra. No hay forma de testimoniarse si la gramática capitalista coloniza las coordenadas subjetivas de la lengua. No es posible hablar del dolor si el afán productivista lo expropia de nuestras coordenadas vitales. Se habla de gestionar o gobernar el dolor e, inclusive, sacarle provecho en la lógica más rapaz. El capitalismo valoriza el dolor, lo exprime, lo hace competir y las palabras que le nombran son absolutamente problemáticas. El dolor no puede ser testimoniado sin encontrar delante un discurso pasivo-agresivo que lo intenta instrumentalizar.

El sistema no deja que el dolor tenga eco. Lo más profundamente humano es la capacidad de dolernos para comprender al Otro y no sólo es un hecho físico, sino más bien una condición psicológica y política. Con el capitalismo lingüístico queda la transacción, lo transitivo, lo acelerado, lo que no puede ser acariciado, lo que no podría ser arte.

El Eco

Un supertes es aquel que hace de la palabra una morada y vive para hacerse eco. Como Goya con Los Caprichos, Primo Levi con sus libros, los Hibakushas con sus dibujos o cualquier persona cuando consulta los ritmos de su fondo. Al respecto dice Pascal Quignard en su libro sobre Butes “basta con consultar en el fondo de uno mismo la ternura inmediata que algunos sonidos que se siguen levantan de nuevo. Estos ritmos están ligados al corazón antes incluso de que el cuerpo conozca la respitación. Estos lazos no se desatan.

El eco es un fenómeno acústico en el que se produce y reproduce un sonido al chocar con un obstáculo y regresar o reflejarse en el lugar donde se emitió la onda sonora. Hay libros que te hacen eco, personas que se hacen eco, saberes que son eco. Dirá Heidegger que la ciencia no es más que un testimonio de lo humano, una memoria eco de lo que hemos acontecido.


Los libros que son eco son aquellos que te cuecen los cueros y no te dejan seguir viviendo igual. Estos libros no basta con leerlos, hay que escribirlos en la propia página de la vida, fagocitarlos, tocarlos y llevarlos a las resistencia más íntima posibles; hacerlos ley o mejor dicho subjetivarse en ellos. Uno de los libros en cuestión es Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett, un texto que alcanza a apalabrar los lugares obscuros de la existencia como son el suicidio y la enfermedad mental. Cuestiones que para el capitalismo lingüístico no son más que accidentes o “pruebas” que superar.

La historia del libro comienza con el desenlace: el hijo de Piedad Bonnet se suicida en Nueva York después de pasar un periplo de frustraciones y dolor causados por su psique; todo lo que sigue es responder las preguntas “¿cómo?” y “¿por qué?” y queda la sensación de que su hijo renuncia a la vida al no encontrar resonancias.

El libro de Bonnet me ha servido para comprender lo complicado que resulta encontrar las palabras hoy, lo difícil que resulta hacerse eco en un inagotable mercado positivista, en un siglo que economiza el mundo privado y lo despoja de la posibilidad de testimoniarse; en un mundo que se hace imágenes y rechaza el texto, un mundo que equipara su realidad a la de un sistema económico.

Como dice el filósofo español Carlos Javier González: “todo comienza por el lenguaje”, y parece fácil encontrar las palabras de dolor si vienen seguidas por las de crecimiento, progreso o éxito. Pero no, el dolor no tiene la labor de enseñar; el dolor se siente y no necesariamente lleva a un estado mejor. Así lo demuestra la escritora colombiana cuando dice : “Tal vez porque frente al dolor de la muerte de un hijo todas las mistificaciones literarias carecen de sentido, se desvanecen; y porque la sola idea de la putrefacción del cuerpo me resulta irresistible”. Y ahí hay un eco: ¿para qué decir con palabras que no hay palabras? ¿Para qué contar una tragedia tan privada, pero a la vez tan pública? Para buscar resonancias. Aunque quien mejor lo ha explicado es la gigantesca Maria Zambrano en su libro Filosofía y Poesía: “A veces unas cuántas palabras ignoradas alcanzan un eco que resuena por espacio de siglos. Es que en ellas transparece una actitud esencial. Palabras que son hechos y como los hechos, aunque hayan sido realizados por alguien con marcadísima personalidad, parecen tener siempre algo de impersonal. Puede olvidarse quién las dijo y pueden olvidarse hasta las palabras mismas. Pero queda actuando, vivo y duradero, su sentido”. El sentido es el eco.

La conclusión es pequeña y humilde: testimoniarse a sí mismo (ser supertes) es buscar hacerse eco con el Otro y en el capitalismo lingüístico no es posible, por eso hay que encontrar otras metáforas, otras sensibilidades que, quizá, sólo en el arte, la música, la poesía y la pintura han podido residir.

Redacción
proyectosaltapatras@gmail.com

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