
En Querétaro se está por lograr lo que siglos de alquimia no consiguieron: convertir el drenaje en oro líquido. Y todo gracias a un proyecto que responde a un nombre que suena a epopeya hidráulica o a marca de electrodoméstico: el Sistema Batán.
En tiempos de escasez, la potabilización de aguas residuales es, nos dicen, la última frontera de la innovación. Singapur lo hace. Israel también. California se acaba de animar. ¿Por qué no Querétaro? La diferencia, aseguran sus promotores, es apenas de latitud, no de actitud. Aquí también hay sed. Aquí también hay presupuesto.
Pero cuando las comparaciones empiezan a gotear datos, surgen dudas que no se evaporan tan fácil. En Singapur, el NEWater es parte de una estrategia hídrica supervisada por agencias públicas que han desarrollado una relación íntima y prolongada con la normatividad. En Israel, la desalinización es el plato fuerte, y el reuso de aguas negras se sirve, más que nada, a los cultivos. En California, el proceso llegó tras décadas de ensayo y error, y fue aprobado no sin antes pasar por el colador del debate público y el sustento legal.
Querétaro, en cambio, ensaya una fórmula más sintética: entregar el tratamiento de aguas negras a una empresa privada mediante una Asociación Público-Privada (APP), con un contrato de décadas y una promesa de agua para todos. ¿Qué puede salir mal?
El proyecto ha sido presentado como innovación, aunque lo innovador parece ser que no haya una norma mexicana que regule directamente la potabilización de agua residual para consumo humano. O al menos eso es lo que han advertido algunos especialistas. Existen normas para agua potable (la NOM-127-SSA1-2021) y para aguas residuales tratadas con fines agrícolas (la NOM-003-SEMARNAT-1997). Pero entre una y otra, el agua de drenaje tratada con vocación para el vaso de los queretanos flota en una especie de limbo, pues hasta el momento nadie ha dado con la norma que así lo justifique.
Organizaciones de la sociedad civil han exigido lo que toda sociedad sensata exige cuando le prometen milagros tecnológicos con cargo a su salud y a sus impuestos: análisis técnico, participación ciudadana, transparencia. Pero el llamado a la razón suele perderse en el oleaje de declaraciones optimistas: el proyecto no costará más de 30 mil millones de pesos, dice el gobernador. No costará 41 mil, corrige a quienes lo acusan de inflar las cifras. No endeudará al estado, juran desde Finanzas. Será autofinanciable, dicen, como si eso anulara la necesidad de rendir cuentas.
Y en ese mar de cifras, comparaciones y promesas, hay algo que brilla por su ausencia: el agua misma. Porque ni la recuperación de cuencas, ni la protección de zonas de recarga, ni la conservación de ecosistemas aparecen como protagonistas del modelo. El mensaje es claro: la tecnificación resuelve lo que el paisaje no da. Si no hay lluvia, que haya membranas filtrantes. Si no hay ríos limpios, que haya drenaje potable. Si no hay norma, que haya fe.
El Sistema Batán puede ser muchas cosas. Lo que no puede ser es un acto de fe sin debate. Antes de levantar vasos para brindar por la modernidad hídrica, habría que sentarse a revisar las garantías sanitarias, los contratos, las experiencias internacionales, las alternativas ecológicas. No se trata de destruir por destruir, como ha dicho el gobernador del estado. Se trata de preguntar por preguntar, de exigir por exigir. Como debe hacerse cuando el futuro —y el contenido del grifo— están en juego.
