Hola, hola, lectorxs. 

Quiero inaugurar la sección de “Librero incómodo” con un libro que me parece que es indispensable para quienes estamos interesadxs en el tema de género. Hablo de “La invención de los sexos” de Lu Ciccia. Y lo digo porque a mi parecer, rompe con el paradigma cerebrocentrista de las ciencias de la conducta para explicar la relación entre sexo y género, y lo que nos hacer ser quien somos. Particularmente en términos de identidad de género sobre la falsa dicotomía hombre-mujer. 

Antes de comenzar quiero aclarar que no cuento con un conocimiento especializado en términos de neurociencias, endocrinología y en general sobre biología. Por lo que alerto a lxs lectores sobre posibles errores o imprecisiones que pueda cometer a la hora de usar términos de dichas disciplinas a lo largo de esta reseña; por ejemplo, tomar por sinónimos “neurona” y “red neuronal”. Sin embargo, se trata de términos que, por el tema, es indispensable que le autore use y creo que para quienes no tenemos esa formación la lectura requiere un esfuerzo extra. Lo cual no significa que el libro sea sólo para expertxs en la materia, pues el argumento principal se capta inmediatamente. El punto es aclararles que si cometo algún error, este es mío y sólo mío, y con mayor razón lxs insto a que lean a Ciccia ustedes mismxs. Sin más preámbulo, paso a platicarles de qué va “La invención de los sexos”.

En el libro, Ciccia se da a la tarea de demostrar que las teorías científicas que “comprueban” y dan por cierto que los hombres son hombres porque su biología lo dice, al igual que las mujeres, son cuestionables, o mejor dicho, sesgadas, ideológicas y con graves errores en su metodología. Por tanto, no se pueden dar por ciertas, ni considerar verdades universales las conclusiones a las que llegan. Para hacerlo, parte de cuestionar los dos postulados que dichas teorías dan por verdad comprobada y universal: primero, que existe un cerebro masculino y uno femenino, y que esa es la base que explica y justifica que sólo existen o son “normales” los roles e identidades de género binarias; segundo, que el cerebro es el órgano de la mente, es decir, que todo lo que somos y podemos ser, se encuentra en nuestro cerebro. Esta tarea la emprende haciendo un recorrido por las teorías biológicas sobre la diferencia sexual y su relación con el cerebro, a la par de las respuestas que cada ola del feminismo dio al respecto.

Le doctore demuestra que, desde un inicio, las explicaciones respecto al cerebro y su clasificación en “masuculino” y “femenino”, estuvieron sesgadas, siempre inclinadas a posicionar y legitimar los valores androcéntricos por encima de todo aquello que se consideró, o mejor dicho, se definió como “femenino”. Y que respondieron a las demandas de producción y reproducción de las sociedades precapitalistas y, posteriormente, capitalistas, Asimismo, describe cómo prácticamente todos los estudios encaminados a añadir más pruebas a la existencia del dimorfismo cerebral, caen en interpretar correlación con causalidad, es decir, el llamado sesgo de la causalidad. O en partir de variables ya generizadas para demostrar que hay conductas diferenciadas entre los géneros debido a su sexo biológico. Tal es el caso de los estudios respecto a la conducta de juego diferenciada entre géneros en donde, por ejemplo, ni siquiera hay consenso entre si un oso de peluche es un juguete “de niña” o “neutro”. Además de que el mero hecho de clasificar juguetes y juegos de forma binaria ya es un sesgo.

Ciccia empieza describiendo los argumentos de la frenología y la craneología, que aseguraron que “más cerebro es igual a mejor y mayor capacidad intelectual”, por lo tanto, como el cerebro del hombre es más grande, entonces es mejor. Para luego dar giros argumentativos al respecto cuando se descubre que, aunque el cerebro de la mujer es más pequeño, tiene mayor volumen, así como el hecho de que las mujeres tenemos una mayor esperanza de vida. A esto responden estirando sus propios argumentos y diciendo cosas como que el que las mujeres vivamos más es prueba de nuestra propia debilidad, pues vivimos más debido a que vamos constantemente al doctor, es decir, nos enfermamos más, por ser más débiles. Este y otros argumentos e interpretaciones son las que describe y cuestiona Ciccia, poniendo en evidencia lo dudosas que son, pero que aún así constituyen los fundamentos de la teoría del dimorfismo sexual.

Justo cuando el feminismo de la primera y segunda ola empiezan a tambalear ese discurso, a la par que éste empieza a mostrar sus límites y contradicciones, surgen la endocrinología y se descubren las neuronas. De ello surge la neuroendocrinología, que pretende explicar nuestras identidades y orientaciones sexuales a través de, básicamente, la cantidad de testosterona que producimos. Así, la tercera ola del feminismo, los Estudios Trans y la Teoría Queer, se enfrentan a la explicación cerebrocentrada de la homosexualidad y las personas trans, con base en hormonas. Cerebros y cuerpos “femeninos” que asimilan y producen mucha testosterona, darán lugar a una mujer lesbiana y/o un hombre trans, nos dice la neuroendocrinología. Esto porque, según se descubrió, la testosterona es la hormona masculina por excelencia, pues es la que más influye en el desarrollo de los caracteres sexuales masculinos. Empero, Ciccia también parte de resaltar que todos los cuerpos producimos y asimilamos todas las hormonas y que el mero hecho de clasificarlas como “masculinas” o “femeninas” ya es incurrir en un sesgo androcéntrico. No hay hormonas sexuales, todas las hormonas están presentes en todos los cuerpos, pero cumplen funciones diferentes y no exclusivamente relacionadas con la reproducción.

Después de describir las forzadas interpretaciones y las cuestionables metodologías han seguido las investigaciones que “explican” la homosexualidad y a las personas trans, y justifican los roles de género de hombres y mujeres, Ciccia concluye que no existe un cerebro de hombre y uno de mujer. No hay estudio teóricamente objetivo y metodológicamente pulcro, que lo pruebe.

Posteriormente, Ciccia va más allá del dimorfismo y, con base en el concepto de plasticidad del cerebro humano y la epigenética, pone en duda que el cerebro sea el órgano que contiene nuestra mente, desde el que se construye y se explica quiénes somos. Por plasticidad se entiende la capacidad del sistema nervioso para modificar y crear nuevas redes neuronales que nos permitan adaptarnos a nuestro entorno; capacidad no comparable con la de ninguna otra especie, es importante decir. En cuanto a la epigenética, se trata de una regulación que implica la “activación o desactivación” de genes, es decir, cambios en la regulación de los genes que ocurren a lo largo de nuestra vida, cambios que son reversibles y reflejan nuestros hábitos y nuestra experiencia social. ¿Ya le van cachando el argumento? Ni siquiera nuestra genética está definida de una vez y para siempre. Un poco de lo que hemos venido cantando desde siempre las ciencias sociales y algunas ramas de la filosofía: ¡el entorno sociocultural influye! Ciccia, y todxs lxs autorxs que cita, lo han venido demostrando desde las ciencias naturales, sólo que, como todo conocimiento peligroso para el status quo, sus investigaciones han sido invisibilizadas e ignoradas.

Por lo tanto, para Ciccia la dicotomía naturaleza-cultura queda rebasada y con ello, todo lo que se le deriva. Porque para que el dimorfismo sexual se pueda proyectar al cerebro, es decir, que una diferencia en la genitalidad implique una diferencia en el cerebro, primero se necesita que el cerebro sea el órgano de la mente, que nuestros comportamientos sean reductibles a las cantidades de hormonas que producimos y a nuestras redes neuronales. Pero si ninguna de dichas afirmaciones es verdad, si las diferencias en la conducta de juego están basadas en tareas socialmente asignadas a hombres o a mujeres, y no en preferencias derivadas de niveles hormonales o neuronas; si el sentirnos estresadxs no se describe exclusivamente por un alto nivel de cortisol, sino por hábitos y situaciones que cada quien encuentra estresantes; si incluso nuestra alimentación y la música que escuchamos pueden modificar, aunque sea mínimamente, nuestros genes, ¿realmente tiene sentido seguir hablando de cerebros masculinos y femeninos? ¿Realmente es necesario seguir buscando en el cerebro la explicación de lo que somos en lugar de aceptar las definiciones que cada unx hace de sí mismo y que son cambiantes a lo largo del ciclo vital?

Esto sin mencionar que Ciccia también cita casos en los que dar por hecho que el tratamiento de enfermedades diferenciado entre hombres y mujeres ha traído consecuencias adversas, ya que no se consideran variables que sí acaban teniendo relevancia. Por ejemplo, Ciccia habla del caso particular de las dosis diferenciadas únicamente por el criterio “hombre/mujer”, en lugar de considerar peso y altura como las más importantes. Para el tratamiento de ciertas enfermedades, este sesgo sexual ha llevado a que hombres de menor peso y estatura, reciban dosis mayores a las que requieren; mientras mujeres de mayor peso y estatura reciben dosis menores a las que necesitan. 

Además de que también aborda el tema de la intersexualidad, hecho que por sí mismo rompe con cualquier explicación binaria del cerebro y del sexo. Sin embargo, Ciccia también señala que si se le ha estudiado como una patología, y no como una realidad biológica con particularidades propias, es justamente porque pone entredicho el binarismo sexual y por tanto, el cerebral. Por todas estas razones, Ciccia aboga por la eliminación del sexo como categoría biológica relevante per se. 

Antes de concluir quisiera agregar que, aunque Ciccia no aborda el tema racial, a lo largo de todo el texto hace énfasis en que la racialización de los cuerpos vino a la par de su generización. Esto es que no ignora que el sistema sexo/género es una imposición colonial, por tanto, eurocentrista y racista, pues barrió con las identidades previas a la colonización y dividió al mundo en hombres/mujeres, amos(as)/esclavos (as), blancos(as)/negros(as). Por ello es que aclara que aunque discrepa con la división del feminismo en olas, precisamente por ignorar los aportes de mujeres negras y racializadas, hace uso dicha clasificación porque siguió de cerca los avances de la biología en términos del dimorfismo cerebral. No obstante, por las limitaciones de toda investigación, no aborda el tema racial, pero les adelanto que en la próxima columna les hablaré de un libro en dónde sí habla de estos temas, así que estén pendientes.

En fin, creo que el libro de Ciccia rompe con todo lo que creemos respecto al sexo como variable biológica y su relación con el género. En resumidas cuentas, Ciccia concluye que no existen cerebros que nos hagan ser hombres o mujeres, que la mente no está en nuestro cerebro, sino en todo nuestro cuerpo como materialidad vivida. Por lo tanto, no vale la pena seguir buscando las identidades de género en el cerebro, en las hormonas, los genes, ni seguir asociando el género a nuestros caracteres sexuales. Los caracteres sexuales tienen finalidades reproductivas, esa diferencia sexual no debe seguirse proyectando a otros aspectos de lxs seres humanxs, ni como especie, ni como seres con identidad. Lxs insto a que lean esta importante obra que, a mi parecer, derrumba uno de los cimientos de la casa del amo haciendo uso de una de sus propias herramientas: la ciencia y su método. Nos encontramos en la próxima lectura incómoda.

Hanne G. Hernández
hanne.gh.92@gmail.com
Madre. Socióloga por la Universidad Autónoma de Querétaro. Profesora del área de Humanidades.

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