Texto: Juan Pablo Duque

Fotografía: Roberto Hernández


Enrique Vila-Matas escribió el memorable libro «Bartleby y compañía», cuyo tema principal son los escritores que buscaron —por todos los medios—abandonar la memoria de la fama y entregarse al eterno olvido de la no-escritura. Utilizar al personaje popular de Melville y su frase «preferiría no hacerlo», le sirvió para fundar, si no un género, por lo menos una secta: el grupo de los que prefieren desaparecer.

Aquí estamos presentes de todas las formas posibles; con nuestro organismo, digitalmente, escuchando y participando del mundo social, brindando nuestra presencia al acontecer cotidiano. Si el cuerpo está en cuarentena, nuestro WhatsApp está a reventar o el Facebook no nos para de decir que algo ocurre y debemos considerarlo, sea banal o sea trascendental.

Como una huella —no indeleble— los algoritmos nos recuerdan nuestros deseos repentinos. Todo empieza con una búsqueda, un gesto, una pretensión que se escapa a la vigilia y que deja pista de nuestro paso por el mundo. El problema del rastro digital es que no se borra como la huella en la nieve y, peor aún, la realidad nos orilla a «una ontología digital: busco, luego existo».  

Para una clase de marketing digital, en una pequeña universidad privada en la Ciudad de México, la profesora N les pidió a sus alumnos contar el tiempo que se tardaban en hablar de un producto y que este fuera ofrecido en sus redes sociales. Las respuestas están entre los cinco y diez minutos, pero lo cierto es que los algoritmos nos utilizan. Pablo Manolo Rodríguez escribió el libro «Las palabras en las cosas: saber, poder y subjetivación entre algoritmos y biomoléculas» y menciona cómo los algoritmos poco a poco se convierten en una técnica de gobierno; de alguna manera aportamos la información necesaria para la dominación: gustos, motivaciones, miedos, pasiones, sentimientos y esperanzas. Donamos nuestra información en las diferentes plataformas y apps, y con ello generamos sistemas de control y vigilancia cada vez más eficientes. Ya no solo compartimos nuestros deseos cualitativos, también entregamos nuestro mundo cuantitativo: los latidos de nuestro corazón, las calorías que consumimos, los pasos que damos día a día y pronto —en un futuro no tan futuro— pasaremos a entregar el código genético que nos constituye. Decimos a dónde vamos y con quién, aunque la pregunta es, ¿qué más nos falta entregar?

La guerrilla de la confusión

La guerrilla que propongo consta de decidir libre y voluntariamente desaparecer. Si los algoritmos nos usan vamos a bañarnos de anonimato y, por lo menos, proponerles una confusión. Investigadores del MIT expusieron una forma de atacar al «algoritmo que sugiere personas en las redes sociales»; el mecanismo opera borrando cinco contactos claves de tu lista de amigos, quitando así eslabones que conectan a más y más personas que son sugeridas acertadamente. Los algoritmos se pueden volver menos eficaces cuando la información que ofrecemos es confusa.

Usando la propuesta de Vila-Matas en el mundo digital podemos hacernos de una secta que quiera desaparecer en la red. La solución no es apagar el ordenador y botar los celulares a un rio, no. La clave es navegar en la red un día como abuelita y otro como abuelito, un día como papá y otro como hija, buscar un día de una manera y otro de otra, saltarnos nuestro yo y, con ello, la identidad que llevamos a cuesta en cada una de nuestras presencias. Si la identidad es performativa, la digitalización puede ser un camino para dispersarse de todos los sedimentos del yo. Ser multitud o como dirá Guattari en su «Revolución Molecular: “agenciarnos colectivamente”».

Los algoritmos funcionan estratificando individualmente y, por ello, hay una esperanza si hacemos cuentas compartidas y colectivas. Por ejemplo, un grupo de estudiantes en Estados Unidos decidió retar al algoritmo de Instagram que sugiere «páginas» y «gustos» creando una cuenta que comparten veinte personas. El resultado es evidente: sugerencias erradas y fuera del interés de los participantes.

Para una anarquía numérica

Si los algoritmos funcionan con la lógica de la unidad, merecemos pensar una sublevación de multiplicidades que combinen nuestras geografías, humores, químicas, tiempos y desajusten el presupuesto de la totalidad. Alain Badiou llegará a decir que el axioma de nuestra generación es «el no ser-de lo uno».

Mientras las reflexiones sociales se entregan a los discursos de la relativización, el mundo digital funciona con secuencias y preceptos lógicos que se ejecutan infinidad de veces llegando al mismo resultado. En este sentido, para desaparecer, por lo menos digitalmente, hay que moverse entre la unicidad y la equivocidad, y desentendernos de las constantes del yo. En el «Pequeño léxico filosófico del anarquismo» Daniel Colson define al yo de la siguiente manera:

«Ilusión subjetiva que oculta gran diversidad de fuerzas y de posibles que nos constituyen, y que nos impide hacer otras formas de subjetividad más poderosas y, por lo tanto, más libres». 

Primero fueron los dioses, después fueron los amos, hoy son los algoritmos. Desaparecer de la red —usándola— no es una revolución, pero sí es una acción micropolítica. El nuevo situacionismo debe entender a las redes como espacios de dominación, vigilancia y resistencia, un territorio en disputa y, por ende, político. Algo cambia cuando la actividad cotidiana empieza a politizarse y hoy nuestra cotidianidad se reside en los escenarios virtuales. Vivimos la vida online.

Si los algoritmos son una nueva forma de presencia y de memoria podemos construir escapes y ausencias. Si los vectores trazan caminos, nosotros dibujamos salidas. El capitalismo cognitivo y de redes ha hecho de la unidad del yo su más grande fuente de información. Desaparecer como una negación de las unidades subjetivas no es «nihilismo», es más bien una ética íntima, eficaz y profunda que se compone de ocultarse a la luz digital. La sublevación no es un recetario de vociferaciones y ruidos, también puede ser la imperceptible práctica de encarnar desobediencias en el silencio. Máscaras somos y tenemos derecho a desaparecer de vez en cuando, y encontrar tregua en el desierto de la Big Data.


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vivi.castaneira@gmail.com

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