A inicios del año pasado, apenas unos meses después de los primeros casos de SARS-COV-2 registrados en el país, emprendí la mudanza hacia el espacio que ahora habito y que de alguna manera representa el retorno a mi infancia. He regresado a la casa que habité con mis padres hasta los quince años, esta vez solo. Este retorno trajo consigo una serie de nuevos desafíos que se complicaron a medida que la actual pandemia se intensificaba en todas partes.
Los meses de confinamiento convirtieron este lugar en una especie de extensión de mi propio ser y no exagero. Muchos de mis días desde entonces han trascurrido en estas paredes. He caminado de un lado a otro por los cuartos y la cocina dejando que las horas trascurran, confinándome en un afán de responsabilidad cívica ante las circunstancias extraordinarias que atravesamos. Permanecer tanto tiempo en casa también me ha enfrentado a otra situación inesperada: los vecinos.
Este periodo de lejanía terminé por convertirme en un desconocido para mis vecinos. A mi regreso me encontré con que mi calle, mi manzana, mi barrio, mi colonia, pero sobre todo las personas que conocí, ya no eran las mismas. Ello se reflejaba en una serie de cambios que iban desde arquitectónico hasta lo generacional. Las memorias que evoco del lugar ahora se contrastan con lo concreto. Lo que de niño me parecía la interminable calle en donde pasaba las tardes con mis amigos, ahora solo adopta la forma de insípido pavimento. Lo mismo ocurre con los rostros que me parecían familiares que han cambiado o en casos más extremos desaparecido. Pero este texto no trata sobre las glorias del pasado y el decadente presente, si no de la complejidad que conlleva convivir con los vecinos.
La casa que actualmente ocupo se encuentra ubicada justo en una intersección. Ello implica que dos de los frentes dan directamente a la calle y sin considerar a los vecinos al otro lado de la calle, solo comparto paredes con dos vecinos más. Bajo las condiciones actuales, tanto mis vecinos como yo, permanecemos gran parte del día en nuestras casas. Esta proximidad impuesta tiene sus propias complicaciones. Desde la involuntarias, como las hojas que vuelan de un patio al otro imponiendo quehaceres extras; los gatos que hacen reuniones nocturnas en los techos ajenos o el perro miniatura que no deja de ladrar a todas horas; hasta las de índole individual producto del pensamiento egocentrista: la humareda que se cuela de una casa a la otra o los gustos musicales impuestos por varios decibeles al resto de la manzana.
Los vecinos son aquellos individuos que por diversas circunstancias mantiene una proximidad con uno en función al espacio que habitamos. El escritor G.K Chesterton decía al respecto: «A nuestros amigos y enemigos los buscamos nosotros mismos, pero Dios nos da nuestros vecinos». En la aseveración de Chesterton por su puesto, cabe la posibilidad de convertir a nuestros vecinos en nuestros camaradas o en los más acérrimos rivales. Dependerá claro de las concordancias y puntos en común que alimenten un vínculo que a ambos les resulte beneficioso o, por el contrario, de las diferencias que surjan y cuan irresolubles estas sean. Hay vecinos que después de un mal entendido no vuelven a dirigirse la palabra por años y otros con quienes incluso se desarrolla un grado de confianza para confiarles la casa en periodos vacacionales.
Hay toda clase de formas para clasificarlos; sería fácil construir un decálogo de estos. Existen los chismosos, ruidosos, abusivos, mal encarados, olorosos, amables, comprensivos, borrachos, groseros, desinteresados, atractivos, silenciosos, fiesteros, psicópatas, religiosos, reservados, los que te caen bien y los que no soportas, en fin, sería tedioso abarcarlos a todos en este escrito y en la mayoría de los casos muchas categorías no son excluyentes entre sí.
Nuestros vecinos a menudo representan al otro, sus ruidos y olores son un recordatorio de que no estamos solos, que formamos parte —nos guste o no— de una comunidad. Nuestra manera de relacionarnos estará regida en función a cuan conscientes seamos de ello. Tener buenos o malos vecinos si bien, en parte, depende del azar y el contexto, de la civilidad y el entorno participativo, de los rasgos de personalidades propias y ajenas, los celos económicos y las aspiraciones profesionales, al final el tipo de relación que entablamos entre sí recaerá en igual medida en ellos y nosotros. En qué tanto estemos dispuestos a ceder, colaborar y dialogar para construir en conjunto un lugar más habitable. Al respecto Henry David Thoreau aseveraba: «Deseo por igual ser un buen vecino y un mal ciudadano».
Sostengo además que pensar los espacios de uso habitacional bajo la óptica de la propiedad privada nos ha vuelto más hostiles respecto a los demás. Las lógicas del capitalismo que premian nuestras conductas individualistas nos desvinculan de los demás y nos dirigen a un hermetismo social que se palpa en formas de desvinculación que hoy padecen sobre todo las zonas urbanas. Si concebimos nuestra vivienda como nuestra propia patria, no está de más recurrir a la célebre frase del hombre en los billetes de quinientos pesos, «Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz», para repensar nuestro nivel de tolerancia sobre los vecinos considerando que poseen sus propios valores, creencias y manifestaciones culturales.
El equilibrio vecinal suele ponerse a prueba cada tanto tiempo, sin embargo, me atrevo a apuntar que los tiempos pandémicos que corren han tensado dichos estados de por sí ya frágiles de convivencia. Basta con escuchar un estornudo o, peor aún, una serie de carraspeados para ponernos en estado de alerta y desear incrementar la altura de las bardas para amurallarnos por completo. El sentido de otredad, aquel donde la figura del otro funge como espejo y catalizador de nosotros mismos para generar empatía y modos de interacción saludables, ha quedado suspendido o, por lo menos, relegado en segundo plano. Ahora, los otros representan fuente de peligro, en cuanto agentes latentes de contagio.
Ante las renuncias que hemos tenido que adoptar sobre todo en el ámbito de convivencia y divertimiento social como medidas para controlar esta pandemia, nos hemos vuelto centinelas —peor que la KGB— del comportamiento ajeno de nuestros vecinos. Esta hipersensibilidad ante las conductas negligentes, irresponsables o simplemente descuidadas de nuestros vecinos ha influido para generar un ambiente social de desconfianza y desvinculación que repercutirá en las nuevas formas de relacionarnos una vez que la pandemia pueda ser controlada.
En los tiempos que corren, palabras como tolerancia, respeto, civilidad y fraternidad parecen despojadas de todo significado, apenas reducidas a conceptos obsoletos que solo los viejos enuncian y que los políticos prostituyen. Solo reapropiándonos de este conjunto de valores en su praxis podremos generar mejores alternativas de convivencia. Hoy más que nunca se requiere de un ejercicio de responsabilidad y tolerancia con nosotros y los otros.
No se entienda con esto que propongo justificar acciones que, como ahora sabemos vulneran la salud pública o representen un foco de contagio como reuniones clandestinas o mal manejo de residuos infecciosos. Si no de tomar conciencia —sobre todo ahora en tiempos inciertos— de la interconexión con los demás para repensar los espacios de proximidad como fuente de vinculación y apoyo en lugar de confrontación y segregación. El poeta romano Horacio sintetizaba bien esta idea al enfatizar: «Tus propios intereses están en juego cuando arde la casa de tu vecino».