Fotografía: Sebastián Pérez
Quizá no haya nada particular en los momentos históricos que vivimos desde que la generación a la que pertenezco recuerda. Pero, también, quizá, lo único peculiar es que más personas tenemos formas de mirar lo que pasa y entenderlo un poquito de lejos, tomando distancia de la inmediatez e intentando podernos encontrar en las historias de los que no están tan cerca, a través del cine, por ejemplo; es el caso de «Mañana, el fuego», la película documental de Rodrigo Mendoza.
Durante los últimos meses de 2019, en Santiago de Chile la gente ya no pudo más, ya no pudo más con la asfixiante realidad social, política y económica que limita la vida de la mayoría de los países latinoamericanos. El país del fin del mundo, angostito y largo como un chile mexicano es hogar de mucha gente consciente y comprometida con su presente, valiente con su pasado y onírica con su futuro.
Se saltaron los torniquetes del metro cuando el gobierno de Sebastián Piñera les aumentó la tarifa y comenzó la movilización más grande que vimos. «No son 30 pesos, son 30 años», decían sus carteles.
El preludio a la pandemia fue el estruendo chileno que los llevó a una exigencia que concretó el cambio en su Constitución y a unas elecciones que hicieron presidente a un exlíder estudiantil: a través de las vías democráticas de verdad, no de las que vemos en las campañas en donde derrochan millones los políticos mexicanos.
Dos cineastas queretanos se fueron al sur con sus cámaras, micrófonos y con ganas de hacer un documental. El resultado es la película que atestigua y dibuja con belleza la cúspide de la organización ciudadana y la rabia dirigida claramente a quienes no han sabido atender las necesidades de nadie más que de los siempre ricos, siempre favorecidos, siempre impunes.
Aún a la fecha existen procedimientos legales de instancias internacionales de derechos humanos por lo que presenciaron Rodrigo Mendoza y Sebastián Pérez: jóvenes sin ojos, mutilados y algunos asesinados por los mismos que años atrás asediaron al presidente chileno Salvador Allende para que los militares tomaran el rumbo del país austral.
Se le toma cariño a los lugares por lo que ahí se vive, la nostalgia de volver siempre torna al pasado algo un tanto idílico; y además, tiene su propia banda sonora. El estallido social chileno, como le dicen ellos, la tiene y es bastante entretenida.
«Descartuchar un país de mierda. Los lugares en que bailamos…» en los que descubrimos el teremin, en donde nadie nos conocía y fingíamos hablar ruso, donde nuestros dedos morados de los pies probaron el frío del mar ártico. En donde comimos pollo al horno y al coñac sin ser coñac, donde la tierra se sacudió lo más al sur que puede estar, «nuestros templos en que flotamos sobre el mundo, aunque sea por un momento». Chile, Chilito se incendió.
La ciudad edificada sobre el cartón neoliberal, que no estaba preparaba para la rabia y la peste que se juntó por décadas de injusticia, de desaparecidos que fraguaron desde la tumba el reclamo ante lo innegable.
La constelación de los caídos observa silente desde el firmamento del inhóspito desierto florido de Atacama, las violaciones a los derechos humanos que la democracia de papel decía ajusticiar y que nada más que la rabia incendiaria y adolescente tardía de la generación millenial fue capaz de reclamar.
Nadie más podría haberlo hecho tan bien: o eran hijos callados de la dictadura, víctimas directas, o nietos descontextualizados, extrañados, como en una dimensión desconocida, hallándose de a poco entre reflejos de una historia borrada a pisotones de botas militares. O los hijos de la era que paría un corazón sin salud ni seguridad social, sin retiros dignos luego de haber trabajado toda la vida, sin educación pública, ya no digamos gratuita: la generación del presidente Boric, la rabia y la fe, la esperanza en los pingüinos del fin del mundo.
La protesta siempre ha sido rítmica, las canciones de amor están muy bien y los sintetizadores jamás nos han privado del baile, el sur siempre ha sido contestatario al norte hegemónico, aunque les hayan querido imponer a Chicago en los niños. Pareciera que sí hay algo de mitológico en las contraposiciones de arriba y abajo, norte y sur, aún a pesar de que al sur chileno hayan pasado décadas intentando blanquearlo y hacerle creer que ellos de indios no tienen nada, de pobres tampoco, de reprimidos, menos, que la dictadura les hizo bien…
Nadie ha dicho que la protesta debe vestir ciertos colores, ciertas ropas ni trompetas. No, la denuncia suena igual a ritmos afros que a technos y dances que nunca pretendieron más que llamar a los desaparecidos que a todos nos faltan, sí, a todxs los que nos inventamos una constelación para dibujar a los que intentaron olvidar.
Mañana, el fuego es la mirada detenida de una visión nocturna, contada dos veces: una por el amigo que dejó la chispa, la duda de, y la del reflejo en la historia del otro, tan parecida y tan distinta en la misma medida.
La película de Mendoza aborda el movimiento desde la música chilena, tan distinta a la protesta que conocemos en el norte del mundo, casi siempre asociada al reggae y al ska o al punk. La protesta chilena es pop, es electro pop, es una protesta con antecedentes en Violeta Parra, en Víctor Jara y en Los Prisioneros, tal vez en ese orden.
Los contemporáneos son hijos y nietos de los músicos chilenos que siempre han señalado las injusticias contra los pobres, los mapuches, las mujeres. El largometraje tiene las voces de los protagonistas, tanto músicos como ciudadanía, por lo que es material valioso para el reflejo propio de lo que desde acá hemos vivido: «no es contar la historia de otros, es reflejarse en ella», le oí decir al cineasta alguna vez.
Tan absurdos resultan los discursos huecos que rezan que de nada sirve protestar cuando vemos que a los chilenos sí les sirvió, tenían claro que no querían la Constitución de la dictadura, que el neoliberalismo les ahorcaba los bolsillos y las posibilidades de vivir dignamente. Y sabían quiénes representaban las ideas que los habían llevado a esa situación, sabían quienes ordenaban que se dispararan las balas de goma a los ojos incluso de menores de edad. Lo sabían, protestaron, bailaron y lo cambiaron.