Fotografía: Nadia Bernal


Hace seis años un hombre llegó a mi casa e intentó entrar a la fuerza. A ese hombre lo había visto junto con sus amigos una vez en mi vida: una hora antes en la parada del camión. Nunca supe quiénes eran, pero sí lo que estaban dispuestos a hacerme. «Siempre creemos que la violencia les sucederá a otras, no a nosotras, y cuando nos acorrala nuestra propia historia de terror, no podemos siquiera abrir la boca para enunciarla», así lo dice Marina Azahua en «La rebelión de las Cassandras», y creo que así fue conmigo.

Ese sábado por la noche Paola y yo salimos a las 7:00 de nuestro primer día de trabajo en un restaurante de mariscos, ubicado en pleno centro histórico de Querétaro. Nuestro destino: ella hacia Menchaca y yo hacia San Pedrito Peñuelas, los lugares donde vivíamos.

Era la primera vez que trabajaba como mesera y estaba emocionada esa mañana cuando salí de mi casa, pero en la noche, un llanto incontrolable me impidió dormir. Lo que pasó esa vez no lo recuerdo mucho, solo veo imágenes rápidas y estruendos que hasta la fecha me ensordecen los recuerdos. Los detalles quedaron registrados en una carpeta de investigación archivada. Mi cuerpo cambió ese día; también la forma de relacionarme con los espacios que he habitado los últimos años. Sabía que la calle nunca había sido nuestra, pero esa noche lo comprendí a profundidad y me llenó de una rabia que la mayoría del tiempo sigue presente.

«Ya no somos las mismas y aquí sigue la guerra» (2020) es el título del libro que me hace reflexionar sobre la violencia, nuestros cuerpos-territorios y la lucha diaria para defenderlos, incluso en lo privado:

«Hoy podemos decir que hemos resistido ante estos años tan oscuros. Hoy podemos decir que ante las jerarquías del dolor reconocemos nuestras afectaciones compartidas. Podemos decir que estamos juntas, que estamos vivas, que reconocemos este encuentro como una herramienta metodológica, como un proceso, como un aprendizaje, como una fogata, como un abrazo amoroso».

Durante estos años he mirado mi dolor también desde el dolor de otras y junto con ellas hemos recuperado los espacios arrebatados por un sistema que nos violenta de distintas formas. Hemos incendiado las calles con nuestra rabia, con nuestros miedos y con nuestras dolencias. Nos hemos detenido, pero solo para descansar y recobrar fuerzas, porque aprendimos que en esta lucha diaria una pone el cuerpo en la primera línea de batalla.

Este año nos confinamos por una pandemia y eso nos obligó a organizarnos el doble  y buscar nuevos puntos de encuentro, porque para las mujeres, los hogares tampoco son un lugar seguro. Uno de los problemas más importantes derivados de esta emergencia de salud ha sido la violencia doméstica [1]; para la Red Nacional de Refugios, este año fue el más violento para las mujeres porque estuvimos confinadas con nuestros agresores [2] que eran nuestros padres, nuestros tíos, nuestras parejas y de acuerdo a cifras oficiales [3] sabemos que los homicidios dolosos contra las mujeres no solo se sostuvieron, sino que aumentaron respecto al año anterior. De enero a noviembre ocurrieron veintiocho delitos de género cada hora: feminicidios, violencia sexual, violencia familiar y violencia de género.

Además, la pandemia agudizó la brecha sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y personas LGTBIQ+, así comodel trabajo de cuidados no remunerado [5]: aumento del embarazo no deseado en adolescentes,  limitaciones a la atención de la salud reproductiva que podrían incrementar la mortalidad materna, especialmente entre las mujeres indígenas y afrodescendientes, dificultades de acceso a métodos anticonceptivos, falta de acceso a los medicamentos y a la disminución de los servicios de detección y consejería en la el control del VIH/Sida.

Así como la disminución de los servicios legales de interrupción voluntaria del embarazo debido a la reasignación de recursos presupuestados —en donde es legal, porque aquí en México solo se puede acceder a una ILE en Ciudad de México y Oaxaca—. Con todo esto, los grupos de mujeres nunca descansaron y siguieron trabajando autónomamente, en contextos criminalizados y sin permiso del Estado.

Es cierto, ya no somos las mismas, ahora nos sabemos acompañadas y caminamos juntas. Algunas hemos abrazamos nuestro silencio porque queremos y no porque nos han obligado. Otras hemos gritamos las violencias que nos atravesaron para pedir justicia, pero también para «vomitar la angustia» y re-construir con otras mujeres, cuidarnos y sostener en nuestro cuerpo «la memoria como órgano vivo, como fuerza incansable contra la impunidad».[4]

El confinamiento nos obligó a encontrar otras formas de protesta, a volvernos políticas en lo privado, porque con el confinamiento resulta importante pensar en la otredad, en las que nunca han podido salir al espacio público para manifestarse porque para ellas significa una acción que las excluye.

Lo privado intenta despolitizarse por una cuestión capacitista, pero lo privado es político. Johanna Hedva nos lo recuerda ampliamente en su ensayo «Teoría de la mujer enferma» y nos pregunta, ¿cómo se puede tirar un ladrillo contra el escaparate de un banco si no puedes salir de la cama?

«Escuché los ruidos de las manifestaciones entrando por mi ventana. Postrada en la cama, levanté mi puño de mujer enferma en solidaridad. Empecé a pensar qué modos de protesta están permitidos para las personas enfermas. Me pareció que muchas para las que era especialmente importante el “Black Lives Matter” podrían no estar presentes en las marchas porque estaban atadas por un trabajo, bajo la amenaza de ser despedidas si se manifestaban, o quizá literalmente encarceladas».

Es fundamental construirnos en la manifestación social también desde esos cuerpos invisibles, que existen con sus puños levantados, que existimos «sin posibilidad de ser vistos» porque hace seis años, a raíz de lo que pasó, desarrollé depresión severa, delirios de persecución al salir a la calle y pasé muchas veces en mi casa tratando de comprender «¿por qué a mí».

Por eso resulta urgente colectivizarnos en el dolor, en el silencio o en lo público. Juntar todas las posibilidades para hacernos escuchar y comprender que todas las formas de protestas son válidas y que para legitimar cada forma sí es importante reconocernos en las realidades que nos hacen diferentes porque «La rebelión de las Cassandras» las hacemos todas y todes.

Ya no somos las mismas, por eso construir con las diferentes luchas es importante, entablar diálogos intergeneracionales, de etnia o de clase, si queremos ir en contra de ese sistema que nos tiene tan cansadas, tan hartas.  

Hace seis años un grupo de mujeres me sostuvo de distintas formas, primero mi madre, mis hermanas menores y mis amigas; también mujeres que he conocido efímeramente. Esa red de apoyo ha cambiado durante estos años y se mueve constantemente.

Todo este tiempo hemos aprendido a reconocer nuestros rostros en el transporte público de la periferia que habitamos, a leer el lenguaje de nuestros cuerpos cuando la otra se siente insegura porque está muy oscuro o porque algún hombre nos mira lascivamente. Ponemos el cuerpo-territorio en las manifestaciones públicas, pero también nos movilizamos para hacer acompañamientos, contención y canalizaciones desde habitaciones no propias y así nos vamos narrando en este tiempo de la historia.

Escribimos, documentamos, nos re-construimos, nos abrazamos, pero también recibimos amenazas y escraches, no solo de los agresores o las instituciones que denunciamos, sino también de mujeres que nombrábamos amigas o compañeras. Con eso comprendimos que no podemos estar para todas y que está bien marcharse del lugar en donde nos hacen daño otras mujeres o les hacen daño a otras que acompañamos. Aprendimos que la lucha no debe ser romantizada porque la lucha es dolorosa y cansada, pero que en este sistema si caminamos juntas, nuestro glosario se resignifica con palabras como «amar», «abrazar», «reconstruir», «confiar», «cuidar», «hermanar», «acuerpar», «escuchar», «acompañar», «procurar», «sanar», «habitar».


[1] Según ONU Mujeres.

[2] En los nueve meses de confinamiento sanitario por la pandemia por covid-19, de marzo a noviembre, la Red atendió más de 38 mil llamadas telefónicas o mensajes. Esto representó un incremento del 48% respecto al año anterior.

[3] De acuerdo al Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública hasta octubre de 2020, han ocurrido 2,384 homicidios dolosos, la cifra más alta en los últimos cinco años. Y de enero a noviembre 222 mil 401 carpetas de investigación por delitos de género.

[4] Verónica Gago.

[5] Según el informe “Los riesgos de la pandemia de COVID-19 para el ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres” de la CEPAL.


Nadia Bernal
paola_9msn@hotmail.com
(Estado de México, 1996). Recién egresada de Comunicación y Periodismo. Su trabajo periodístico puede leerse en Tribuna de Querétaro, Connectas y Malvestida en donde ha escrito de feminismos, derechos humanos y violencia de género. "El dolor de vivir en Woodstock" (El Humo) es su primer poemario.

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