Fotografía: Ana Karina Vázquez


Leer a Luna Miguel es divertirse, es identificarse con la lectora bulímica y luego con la somática que, en mi caso, de cuando en cuando devora un texto hasta que se le duerman los brazos, las piernas le pesen y la espalda se arquee demás: leer con el cuerpo entero, al final.

En su último libro “Leer Mata”, hace los cálculos de cuánto tiempo de vida le queda y qué implica eso para todo lo que no le va a dar tiempo de leer. Todo lo que se va a quedar sin saber, sin entender, sin imaginar: “leer y morir de amor, no le queda alternativa”, se resigna.

Luna me cae bien no solo porque la admiro como escritora, sino porque está lejos de querer sermonear a través de lo que hace o de caer en espacios comunes sobre lo idílico, lo deseable y lo ceremonioso en que se puede convertir hablar de leer.

Le pregunté si la lectura puede ser una oportunidad de pausa, en un contexto de constantes estímulos y una multiplicidad de eventos acelerados que, al final, son sensaciones. ¿Qué papel juega la lectura, al ser uno de los ejercicios más análogos que nos quedan, aún cuando sucede en soportes digitales, es una pausa?

“La verdad es que sí, pero también, aunque sea una pausa dentro de muchos estímulos, también es un ajetreo dentro de la pausa, porque depende de la lectura, puede saltarte el corazón, también. Es curioso, porque, aunque nos permite detener el tiempo, el ajetreo del mundo y de las redes sociales y todo eso, también esa pausa tiene su propia lógica y crea sus propios mundos, por lo tanto, es una pausa un poco falsa”.

Hace tiempo me compartieron un escrito de Vicente Leñero que decía que a través del cine, de la lectura y del arte en general se vivía mucho, porque nuestras experiencias están limitadas en muchos sentidos, tanto temporales, espaciales y de clase; por eso quise conocer la opinión de Luna sobre esta visión de la lectura.

“Es porque leer mata que también, leer nos hace renacer, porque gracias a la lectura nos ponemos en la piel de los otros y convivimos con los pensamientos de los demás. No sé si es tanto vivir muchas vidas, sino la posibilidad de vivir muchos mundos”.

Cientos, si no es que miles de programas de promoción de la lectura han comenzado y terminado en este país y los índices no parecen cambiar tanto, quizá porque los índices de pobreza tampoco y más bien la gente esté más ocupada en sobrevivir el día a día que en escuchar historias de otras vidas que, además, suelen ser poco accesibles para un porcentaje importante de personas.

Sin embargo, también está la otra parte, la que deifica a la lectura y la cataloga como algo siempre deseable, como algo solemne, culto y erudito, visión que termina por dar cuenta de que la lectura nada tiene que ver con la calidad moral y menos mal que esto sea así. La lectura se trata, en primera y más grande instancia, del placer y de nuestra habilidad para compartirlo.

“Hay que desmitificar un poco al lector, porque leer también es un vicio, ser lector no significa ser necesariamente el más estudioso de todos. Y también hay que ver qué leemos, parece que para ser lector tienes que estar todo el día leyendo a Kafka y a Platón, pero si lees Manga o cómics o poesía solo, parece que eso ya no te coloca en la faceta de buen lector. Siempre hay elitismo, creo que eso solo se resuelve sabiendo reírse de una misma y sabiendo compartir con los demás”.

Con todo el temor de caer en un romanticismo aguado, también hay que aceptar que la lectura sí nos entrena para sumergirnos en mundos ajenos, estemos de acuerdo con sus constituciones o no.

La lectura es aprender a escuchar las maneras de ver el mundo y los mundos de los otros: “leer es entregarse a los designios del otro”, dice Luna en su libro, en un tono que tengo que reconocer que me suena bastante seductor.

Pero la cosa se pone diferente cuando hablamos de una lectora y no de un lector. En el caso de Luna, que lleva prácticamente la mitad de su vida publicando lo que escribe y muy activa en el mundo editorial, se le cuestiona incluso que lea tanto, cosa que no pasa igual con los escritores.

“Esto me parece que responde a una sociedad en la que, por un lado, tachamos de elitista a la gente que lee, pero en cierto modo la condenamos y sobre todo si su género es femenino. A mí me pasa que en redes sociales mucha gente me dice: no me creo que leas tanto”.

La mayoría de las referencias bibliográficas en “Leer Mata”, es de autoras, mujeres que Luna se dedicó a rescatar incluso aunque su papel como críticas literarias no estuviera reconocido ni en los estantes de las librerías.

“¿Cómo puede ser que, en las librerías, en las secciones de crítica literaria, apenas haya mujeres? Más allá de un libro de Virginia Woolf sobre sus críticas literarias, me agobié mucho y empecé a buscar y a buscar y a buscar”.

Al no encontrar una cantidad decente de literatura sobre práctica lectora hecha por mujeres, Luna investigó en diarios, cartas y ensayos que incluso no se habían considerado nunca como parte de la categoría de crítica literaria hecha por mujeres.

“Mi reto para “Leer Mata” era usar una bibliografía predominantemente femenina, para demostrar que las mujeres llevan siglos hablando de libros, analizando la literatura y hablando del ejercicio de leer”.

En los diarios de Pizarnik ella despliega un universo teórico sobre la literatura fascinante, pero que a ojos de los críticos y a ojos de la academia, no son vistos como “esta mujer era una pensadora y una teórica de la literatura”.

El contexto es ya de por sí adverso y recién cobra peso el reconocimiento de que ha sido una cuestión estructural la anulación de las mujeres de prácticamente todos los ámbitos que han merecido un dejo de reconocimiento intelectual. ¿Será el síndrome de la impostora consecuencia de lo anterior?

“Siempre me asalta esa duda de ¿quién soy yo para hablar de esto? o ¿quién soy yo para sentarme a escribir o para autodenominarme escritora? Eso me lleva pasando desde hace 15 años que empecé a escribir y a publicar”, dice Luna.

Así como se puede estar orgullosa del corazón roto, quizá podríamos darle la vuelta al síndrome de la impostora y usarlo a nuestro favor: “…porque eso quiere decir que no somos unas creídas, porque hay gente que es tan elitista, que tiene tanta seguridad que ni siquiera se pregunta si lo está haciendo bien. Mucho escritor macho trabaja en esa línea de yo soy el que más sabe de esto, por lo tanto, yo soy el mejor, por lo tanto, tú a mí no tienes nada que enseñarme”.

Para ella, el alimento del síndrome de la impostora son nuestras propias ganas de aprender y de conocer cosas nuevas, porque significa responder a la vulnerabilidad de la ignorancia reconocida.

Ana Karina Vázquez
akarina.vb@gmail.com
Periodista de la generación del fin del mundo. Hija de la crisis y de la incertidumbre. Tengo muchas pasiones.

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