Fotografía: David Álvarez
Las y los defensores de la democracia (entiéndase esto con toda la ironía con la que me ha sido posible escribir) han salido nuevamente a las calles principales de diferentes ciudades del país, como CDMX, Guadalajara y Querétaro; en esta ocasión, para defender a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de lo que algunos han llamado el ataque del populismo y del autoritarismo al máximo tribunal constitucional.
Lo curioso es que estos mismos intercesores del espíritu democrático no despliegan sus inconformidades, gritos, consignas o siquiera su presencia cuando se trata de defender los derechos de los pueblos indígenas, el territorio y los recursos naturales, el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, los derechos de los migrantes, o los de las personas obreras y campesinas; o manifestarse contra el arresto y criminalización de personas defensoras de derechos humanos. No. Ahí nunca se les ve, y preocupa porque todo lo anteriormente listado también es fundamental para la existencia de una vida democrática en el país. De ahí que sea inevitable preguntarse si les interesa genuinamente la democracia o, más bien, revestir su oposición al gobierno en turno de un discurso democrático para legitimarse.
En un breve recorrido que nos contextualiza qué es lo que ha pasado para llegar a ver estos despliegues de protesta pública, tendríamos que volver, en un primer momento, al 2015, año en el que la ministra Norma Lucía Piña Hernández llegó a la Corte, propuesta por el entonces presidente, Enrique Peña Nieto, para sustituir a la ministra Olga Sánchez Cordero, quien se retiró en aquel momento.
La incorporación de Piña fue leída como el talante de Peña Nieto para reforzar su mando y prevenir embates a su gobierno desde el tribunal supremo. A su vez, evidenciaba que, además de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, existe otro: el poder político, el cual ejerce una gran influencia en las decisiones judiciales. Esta lectura se vio potenciada con el ascenso de Piña a la presidencia de la SCJN en enero de este año.
Posteriormente, desde la llegada del actual presidente Andrés Manuel López Obrador en el 2018, la tensión entre él y la Corte ha ido en escalada debido al ejercicio de poder que implica ostentar la máxima autoridad de control de constitucionalidad en el país. Lo que ha representado, en la práctica, el freno de muchos de los proyectos y reformas que desde el ejecutivo habían sido planteados como la médula de la transformación estructural de la nación.
Muestra de ello son las recientes invalidaciones de dos decretos presidenciales: el que declaraba las megaobras como asuntos de seguridad nacional e interés público, y el llamado «Plan B» que contenía las reformas en materia electoral.
La respuesta del mandatario no se ha hecho esperar: ha explicitado su inconformidad en diferentes espacios, como en “Las mañaneras”, en las que ha respaldado nuevos modelos de designación de los jueces de la SCJN. Así, el pasado miércoles 17 de mayo, López Obrador se pronunció a favor de la propuesta de que los 11 ministros del pleno de la SCJN fueran elegidos por la vía de la elección directa; esto es, por voto popular.
El planteamiento de fondo no es novedoso, sino que constituye una discusión antigua y perenne. Es decir, ¿debería una minoría decidir las reglas y normas que sustentan el Estado? ¿Debería un círculo de 11 personas regir sobre el presente y futuro de millones? Aún más, revive el acalorado y pendiente debate sobre la dictadura de las mayorías: que el grueso poblacional esté de acuerdo con una medida, política o norma, no la hace justa. Las mayorías pueden equivocarse y violentar el derecho de las minorías.
Así, llegamos a las marchas de defensa del Poder Judicial Federal de este domingo 28 de mayo, donde observamos una composición nutrida entre la gente informada, que es la menos, y la confundida, siendo la más.
Nos hablan de la necesidad de proteger al órgano autónomo y garante del constitucionalismo; el cual, en términos de praxis ha devenido en un operador político de oposición. Esa figura neutral que se supone encarna, hoy fragua una parcialización evidente.
Otro planteamiento no menor sería preguntarnos qué constitución resguardan las y los ministros. Porque aquella Carta Magna de 1917, paradigmática en el mundo, que instauró los derechos a la educación, al trabajo y al territorio y sus recursos como propiedad de la nación, no existe más. Las reformas a lo largo de los años nos han confeccionado una constitución a la talla de la lógica del mercado y del capital. Entonces, ¿qué defendemos cuando hablamos del órgano imparcial y autónomo?
No debe exceptuarse, por un lado, que la existencia de un órgano encargado de la protección de las libertades y derechos fundamentales es esencial para hablar de democracia. Por el otro, que la necesidad de reformar el sistema de justicia no se reduce a la SCJN, sino también a auditar, fiscalizar y dar seguimiento escrupuloso y tenaz de lo que se hace en la fiscalía federal y en las locales, así como de las labores de los órganos judiciales en todas las materias y niveles.
Un punto más sería considerar cuáles son las condiciones de posibilidad elementales para que el vox populi tenga la posición de elegir a las y los ministros. Requerimos una ciudadanía informada para la participación en la vida pública; ¿la tenemos? Dar respuesta a esta pregunta no debe ser definitiva, sino una tarea constante.