Fotografía: Ana Karina Vázquez


Nunca imaginé que la vida adulta fuera a hacerme sentir tan desprotegida. Que tener trabajo —más de uno— no significaría, necesariamente, ingresos suficientes y prestaciones sociales para poder enfermar tranquila cuando a mi cuerpo le plazca. Estudiar tampoco garantiza tanto, aunque he de reconocer que ejercer es un privilegio enorme del que gozo. El desánimo es compartido, tristemente; al menos en este infortunio generacional, podemos hallar cierto cobijo al sentirnos acompañadas porque no es que haya algo malo en una, si a tanta gente le pasa lo mismo. 

Hace días me encontré con un artículo que hablaba sobre el síndrome de la impostora, una especie de sentimiento de culpa e insuficiencia constante, sazonado con la frustrante aspiración del perfeccionismo que afecta, sobre todo, a las mujeres. 

Solemos sentirnos inseguras en los espacios públicos, en el transporte, muy temprano y muy noche, en nuestra ciudad de origen y en las nuevas que llegamos a conocer. En muchas ocasiones no nos sentimos seguras demostrando nuestro cariño, pero tampoco escondiéndolo: desbordar el sentimiento puede ser tan doloroso como callarlo y viceversa. 

La inseguridad nos invade por dentro y por fuera, desde la duda de las propias capacidades hasta la obligación de mirar de reojo todo el tiempo cuando vamos por la calle. Olivia Teroba escribió en su ensayo «Un lugar seguro», sobre la necesidad de crear un espacio de seguridad, al habérsenos negado de tantas formas: «…refugiarse en un mundo propio, evadir la exigencia permanente de ser productiva», dice, es quizá una forma de rebelión.

Los puntos de encuentro en los capítulos que componen el libro son el eco que cobra sentido al leerla: los espacios y sus apropiaciones, la familia, el crecer en una ciudad pequeña que se inunda de tragedias con la violencia que azota a cada rincón de este país, el acoso sexual, la lejanía y la soledad como espacio de abrigo y sosiego. 

Escribir, ¿para qué? Para ser leída. No intento tergiversar los conceptos y las funciones comunicacionales rancias, sino que a estas alturas de la prisa cotidiana, la lectura conserva su propio ritmo y exige la calma de la caricia de los ojos que pasean por las letras; letras que merecen ser leídas. 

La autora no solo cuestiona desde su vivencia al escribir, el lugar de las mujeres en la literatura de manera aislada, sino que lo identifica como una inseguridad acuñada socialmente por razones históricas, algo así como la sensación del dichoso síndrome de la impostora, que se justifica en la evidencia que encontramos en lo cotidiano, dice: 

«Sé bien que este desánimo para escribir, que viene unido a la sensación de que mi voz será desatendida, tiene que ver con el silenciamiento sistémico que otras escritoras vivieron antes que yo».

La casa, el espacio físico en el que podemos construir una guarida es donde compartimos con quienes más amamos. Olivia cuenta cómo es que su casa de la infancia fue un lugar del que buscó salir para vivir sola y hallarse, observarse en un sitio que se vuelve propio solo por lo que ahí dentro ocurre, pero también por la disposición de las dimensiones y la ilusión de poder decidir sobre lo que acompaña los días. 

«Ocupamos espacios con lo que somos: la cocina con los afectos, la sala con las lecturas, la azotea con la ropa húmeda y la música a todo volumen. La habitación, por su parte, conforma el punto más hermético de la intimidad. Un cobertor sobre la cama es el último bastión ante la constante amenaza que es el mundo exterior». Pero la postura de la autora no es simplona y también advierte que «la guarida puede tornarse encierro». 

Su prosa navega entre el análisis de las experiencias como testimonio válido del tiempo, que a la vez encuentran sentido en las conclusiones de lo que Olivia defiende: «creo que la tristeza tiene que ver con el tiempo. El tiempo desaprovechado, perdido, o el tiempo futuro que se muestra inextricable».

Aunque hay momentos en los que pareciera no haber salida, Teroba defiende que la escritura es su forma de encontrarse en este mundo, la mayoría de las veces hostil, pero en el que aún así es posible sostener el sentido en la pasión de la escritura, ¿por qué? Porque se hace. 

«Narrar es habitar, a través de la palabra, nuestro tiempo. No me refiero solo a la literatura, también hablo de nuestras anécdotas cotidianas, comenzando con los recuerdos», señala. 

Confianza y cuidado son las palabras, emociones e intenciones claves que la autora concluye indispensables para transitar el trayecto, físico y metafórico. Las propuestas de supervivencia para sacarle chispas de sentido a lo que tantas veces es cruel y hostil, también incluyen el cuidado mutuo. Y la escritura, siempre la escritura. 

Ana Karina Vázquez
akarina.vb@gmail.com
Periodista de la generación del fin del mundo. Hija de la crisis y de la incertidumbre. Tengo muchas pasiones.

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