Fotografía: Laura Santos
En algún momento del siglo XXI, las palabras “vivienda” y “crisis” comenzaron a ir juntas. Esto no significa que en épocas anteriores la propiedad privada haya existido con copiosa justicia y acceso equitativo para todas las personas; un cuarto propio, como señaló Woolf. La propiedad privada en sí misma encierra una antítesis a categorías como redistribución de la riqueza o justicia social. Al centrarnos en la época contemporánea, detectamos fenómenos multifactoriales que nutren altos indicadores de personas sin hogar o en viviendas por debajo de los mínimos dignos. Esto es, que viven en condiciones de hacinamiento, sin acceso a servicios básicos como drenaje, luz; en entramados de violencia, conflictos bélicos, narcotráfico, pobreza o contextos medioambientales alarmantes, tales como sequías, deforestaciones, contaminación, calentamiento global, la migración y la desigualdad de género, por indicar algunos.
La vivienda es un derecho humano, pero cuando hablamos de este no debemos reducirlo a una interpretación sobre la posesión o propiedad de un bien inmueble o a la posibilidad de levantar paredes o cercar un terreno, sino que se vincula a una serie de elementos que le dotan de dignidad y decoro.
De acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) el derecho a la vivienda digna consiste en que todas las personas independientemente de su perfil económico y sociocultural tengan la posibilidad de acceder a una vivienda de calidad, bien ubicada, con servicios básicos, con seguridad en su tenencia y que, como asentamiento, atienda estándares éticos de calidad y culturalmente adecuada.
Mejor aún, en varios instrumentos internacionales cuando se habla de vivienda, suele hacerse mención que el disfrute de este derecho no debe estar sujeto a ninguna forma de discriminación. Hasta aquí estamos totalmente de acuerdo, pero una práctica común de los gobiernos es desalojar a poblaciones enteras bajo el argumento del desarrollo económico, ya sea por desarrollos inmobiliarios, mega obras, proyectos de minería, hidroeléctricas, etc.
En la historia nacional reciente existen ejemplos reiterados de estos ejercicios de poder y despojo como lo que ocurre con las comunidades indígenas del Istmo de Tehuantepec; los cientos de hombres, mujeres, niños y niñas indígenas tsotsiles de Coco´, Tabac, Xuxch´en, San Pedro Cotzilnam, Chayomte, Juxtón, Tselejpotobtic, Yetón, Chivit, Sepelton, Yoctontik y Cabecera Aldama, municipio de Aldama, Chiapas, quienes han narrado que hombres armados llegaron a sus casas y los desalojaron de ellas para luego quemarlas, todo porque existen intereses de tomar posesión de 60 hectáreas que han pertenecido históricamente a los tsotsiles de Aldama.
Aún en las ciudades, la desposesión y la aparente infranqueable brecha económica que existe en México se concreta en un rezago habitacional del 45% y se identifican desigualdades claras en cuanto a la disponibilidad de equipamiento, infraestructura básica y acceso a servicios.
En este sentido, la Observación general Nº 7, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), habla sobre la responsabilidad de los Estados Parte frente al desalojo forzoso, el hostigamiento u otras amenazas. Prácticas comunes en la cotidianidad, y que, dicho sea de paso, son incompatibles con los derechos humanos, porque la obligación de los países es proteger a la población contra el desalojo injusto de sus hogares o sus tierras.
Otra situación que complejiza el acceso a la vivienda es el nivel adquisitivo que tiene el grueso poblacional. Según el Informe Anual sobre Pobreza y Rezago Social en México de las 130 millones 118 mil 356 personas el 43.9% se encuentra en situación de pobreza. Asimismo, se contabilizan 39.2 millones de personas como subordinados y remunerados, lo que evidencia que cuatro de cada 10 se ocupan sin un documento que les acredite algún vínculo con su empleador, o lo que es igual sin prestaciones sociales.
El impacto del Covid-19 derivó también en el derecho a la vivienda, como se comprobó en la encuesta de 2020, en la que INEGI contabilizó 3.1 millones de viviendas con dificultades económicas para solventar los pagos de crédito de vivienda o de renta. En dicha encuesta se encontró que el 48.6% de las personas utilizan los créditos INFONAVIT para la adquisición de vivienda, el 30% lo hace con recursos propios, mientras que el 14.8% con instituciones financieras privadas.
Para 2023 el gobierno de México observó un salario promedio de $5701.76. Por otra parte, los datos de la Sociedad Hipotecaria Federal, institución que permite simular hipotecas y definir las condiciones del crédito hipotecario y, desde el 2010 se encarga de sistematizar el Índice de Precios de Vivienda, para 2019 reportó que el precio medio con crédito hipotecario en México fue de un millón 71 mil 235 pesos, y el precio mediano de 617 mil 755 pesos.
Con esta información en mente, al usar el simulador de Crédito Hipotecario encontramos que para un usuario que quiere contratar un crédito para un inmueble de $1,020,000.00, requerirá proporcionar un enganche del 20% ($ 204,000.00) en un plazo de pago de 15 años, este oscilará entre $9,857.90, el más bajo, y $11,881.97, el más alto, al solicitarlo en una institución bancaria. Es decir, el monto mensual para comprar una casa una vez proporcionado el enganche implica lo correspondiente a dos salarios mensuales mínimos en su totalidad, aproximadamente.
Este tipo de ejercicios denotan por qué a esta generación la idea de la casa propia resulta tan lejana. Existen personas que suelen afirmar que gran parte del problema es la poca educación financiera que tiene la población, aunque en parte es cierto, ya que deberíamos contar con información fiscal y financiera en nuestros planes de educación básica. Sin embargo, el verdadero problema reside en fenómenos como la gentrificación y prácticas desleales como la especulación inmobiliaria, burbuja inmobiliaria, que convierten el acceso a la vivienda en una meta inalcanzable.
El Relator Especial de la ONU sobre el derecho a una vivienda adecuada ha planteado que es obligación de los países garantizar este derecho mediante medidas progresivas en la máxima medida de los recursos disponibles a suministrar servicios básicos (agua, electricidad, alcantarillado, saneamiento, recogida de basuras, etc.) a todas las viviendas, y a que garantice la asignación de viviendas públicas a los sectores sociales más necesitados.
En consecuencia, instaurar parlamento abierto en la creación de política de viviendas. Lo que contempla, en primer lugar, el compromiso formal de facilitar la participación popular en el proceso de desarrollo urbano; el reconocimiento legal de las organizaciones comunitarias; en tercero, el establecimiento de un sistema de financiación de viviendas de la comunidad destinado a facilitar la concesión de créditos a los sectores sociales más pobres; la promoción del papel de las autoridades municipales en el sector de la vivienda y, finalmente, la mejora de la coordinación de las diversas instituciones del gobierno responsables de la vivienda y el estudio de la creación de un organismo oficial único de la vivienda.
En México existen instituciones como FONAVIT y FOVISSTE, que si bien han posibilitado el acceso a viviendas a los sectores desprotegidos habría qué plantearnos si estas casas-habitación cumplen con los estándares más altos indicados anteriormente.