Julian Alaphilippe es famoso por tres cosas. Primero: por ser campeón del mundo dos veces consecutivas. Lou-lou es un rematador virtuoso con olfato para la victoria que ha terminado por convertirse en un comodín certero para la selección francesa. Ganó sus campeonatos de la misma manera: dos lances a falta de menos de quince kilómetros para llegar a la meta. Aguantar, calcular. Sentir la sorpresa como se siente la brisa. Atacar, explotar en la rampa más difícil de la carrera hasta molerse las piernas. Segundo: por poseer un temperamento gallardo. Hablamos de un ciclista valiente, capaz de convertir un descuido en una aventura. Lo intenta una, dos, tres veces. Muchas ocasiones sin ninguna recompensa. Se desbarata sin reparos a salud del espectáculo. Corre riesgos y los paga. Mueve las carreras, las estira. Le apodan D’artagnan. Sí, primero por el cliché francés, pero también por su probada experiencia en el combate mano a mano, en el desafío y las operaciones especiales. Mitad caballero y mitad agente secreto, Julian Alaphilippe encarna las virtudes de aquel mítico personaje histórico que Dumas convertiría en superhéroe.

El tercer aspecto que vuelve notable a Julian Alaphilippe es la más importante para la presente columna: D’artagnan es un virtuoso en el arte de la mentira. Sus habilidades ciclistas solo compiten con sus portentosas aptitudes histriónicas. Alaphilippe corre con las piernas, con el torso y con todos los músculos de la cara. Hace muecas, rabietas. Se lamenta. Se frota la frente como si llevara cuarenta días en el desierto. “A Alaphilippe hay que creerle la mitad”, sentencia un comentarista deportivo. Se le acusa de taquillero, de melodramático. Su romance con la cámara lo vuelve indescifrable para sus rivales. Resulta imposible para los directores deportivos adivinar si Lou-lou se queja porque la rampa adoquinada se le está atragantando o porque está preparando uno de sus deslumbrantes ataques a diez kilómetros de meta. Sabe sonreír en las llegadas, llorar en los podios, besar a su bebé como un actor recién galardonado. Lou-lou refina la mentira hasta convertirla en una suerte de honestidad.

Llegado este punto de la disertación, ¿alguien se siente aludido o aludida? Esconder los jadeos cuando pasa alguien cerca, inventarse algún desajuste mecánico (con golpecitos a las ruedas incluidos) que justifique un parón a media subida. Inventarse una necesidad fisiológica para justificar alguna carencia deportiva. Fingir un vacío de fuerzas (resoplidos, cabeceos en negación, lamentos a todas las deidades que escuchen) con el único fin de sorprender al grupo con un ataque. Yo me declaro culpable de todas. A veces sin dolo, a veces con mucho, pero, hermanas y hermanos ciclistas: he mentido y, ya instalado en el incómodo trono de la confesión, me permito añadir que lo he disfrutado.

Julian Alaphilippe sufrió dos caídas de gravedad en un solo año. Una en la Strade Bianche y otra en la Vuelta a España. Para quienes disfrutamos sus hazañas, verlo volar por encima de su bicicleta, lacerado y con una horrorosa mueca de dolor, fue una imagen difícil. Fracturas, contusión. Un año complicado que no le ha permitido acercarse a su nivel. Este año regresará al Tour de France y como fanático de sus mentiras esperamos que D’artagnan, entre tanta desventura, vuelva a faltarle el respeto a la verdad.

Fernando Jiménez
ferjimdel@gmail.com
Escritor. Psicólogo clínico por la Universidad Autónoma de Querétaro. Autor de "Ensalada Western" (ICA, 2016).

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