Fotografía: Ana Karina Vázquez


Las bibliotecas personales son rastros de lo que una persona amó, de los diálogos que sostuvo en los subrayados y anotaciones que alguien deja como huella de la interlocución con sus autores. Una biblioteca con cientos de libros repetidos, algunos con marcas y otros empolvados, algunos que se perdieron en el camino o que se decidió no conservar fueron la herencia que Juan Manuel García-Junco le dejó a su hija Aura; ella los usó a modo de ritual de duelo tras su muerte. 

La escritora cuenta que, de inicio, fueron los inquilinos incómodos que llegaron a ocupar valioso espacio de su hogar, siempre en vilo por la incertidumbre inmobiliaria que aqueja a tantas personas en estos días. La manera en la que la hija afrontó la muerte de su padre fue a través de la escritura, siempre guiada por los temas y autores contenidos en la biblioteca heredada; el resultado fue el recién publicado Dios fulmine a la que escriba sobre mí. 

“¿Qué mayor privilegio que heredar una biblioteca? Son, al final, un montón de libros que alguien amó. De lo que sí hablo un poco en el libro es que también hay una parte muy material que, si no tienes una casa estable, como es mi caso, pues es muy complicado lidiar con los libros porque al final son objetos que ocupan espacio, que pesan, que se unen a tu propia biblioteca y eso más bien tiene que ver con un problema más grande, que es de desposesiones físicas y mudanzas e incertidumbre inmobiliaria”. 

El padre de Aura fue un gestor cultural que llevó la bandera de la literatura portátil como insignia de vida, pues con el proyecto cultural y literario Goliardos acercó la lectura a todo el que se cruzó por su camino, ya sea a través de conciertos, foros o talleres.

La figura de Juan Manuel García-Junco, H. Pascal, como se autonombró en las publicaciones del proyecto editorial que fundó y del que pareciera que su hija encontró indicios que también llevó al declive, no deja de ser la figura de un padre ante los ojos de su hija. Una relación compleja, como es la única manera que puedo imaginarla, por experiencia propia y por la mayoría de los ejemplos cercanos que puedo llegar a conocer. 

“Ese rencor que he cargado por años tiene el sabor de un sueño perdido: el de haber perdido a un héroe y haber encontrado a un hombre.”, dice Aura en las páginas del libro. Más allá de la idea romántica del padre tierno y amoroso, lo cierto es que las hijas crecemos y a las millenials nos ha tocado topar con pared porque nuestros padres son machos mexicanos que no conciben los cuestionamientos inherentes al género que se han sucedido en los últimos años, aún a pesar de lo progresistas y cultos que pudieran llegar a ser, como es el caso de H. Pascal/Juan Manuel García-Junco. 

La muerte del padre de Aura fue algo prematura y no, pues como la autora lo explica a lo largo de los nueve capítulos del libro, la masculinidad con la que vivía (como a tantos hombres incluso mucho más jóvenes) le marcaba una distancia importante con las formas de hacerse responsable de la propia vida y de la propia salud. Así como cada cultura y religión tienen sus propias maneras de asumir la muerte de alguien, la manera de Aura, su ritual, fue entablar un diálogo, aunque fuera mañoso, como ella dice, con la biblioteca heredada. 

“Dije, a ver, para entrar a esta historia yo necesito algo que rompa un poco el hechizo del duelo. Los libros son ese algo. Entonces, empecé a tratar de explorar de manera muy intuitiva su biblioteca (…) me sirvió como una especie de armazón para empezar, o de maqueta para empezar a montar este libro temáticamente, seguir la historia, luego también lo que yo necesitaba escribir, encontraba el libro adecuado para hablarlo, entonces como que iba siendo un proceso que se volvió muy simbiótico”.

Las figuras de los padres suelen tornarse agridulces conforme crecemos, a veces con mucho dolor dejamos de idealizar a quienes nos criaron, pasamos por la rebeldía permanente hasta llegar a la rendición de reconocer que de ahí venimos: de momentos llenos de ternura y felicidad, pero también de múltiples desencuentros y amarguras. 

“Hay quien nunca deja de excusarse en las heridas de la infancia, y aunque el trauma infantil es prevalente a lo largo de la vida, parte de crecer implica hacerse responsable de las propias fisuras”, dice la autora.

El diálogo de Aura, la personaja del libro, con H. Pascal, el gestor cultural, el escritor que encarnó su propio ideal de ‘shandys’: hombres cultos eternamente solteros, que perseguían todo el amor pero nada del daño, de los que anhelan los abrazos cálidos que acunen el sueño, pero que evaden a toda la que le pidiera domesticar el espíritu, si es que eso significaba compromiso, constancia y en muchas ocasiones congruencia. La autora charla con su padre porque sabía qué era lo que él creía que era y lo que sí fue: ambivalente como todo ser humano. 

“También pienso que el relato siempre está incompleto. Aquello de ser una máquina soltera nunca es suficiente. Una máquina soltera quiere todo el amor pero nada del daño, anhela que alguien la abrace en la noche pero que no le pida que se comprometa a domar el monstruo que lleva dentro del pecho, la sexualidad extrema siempre oculta otras cosas además del placer, o más bien, el placer no es sólo físico, se nutre de tanto el estatus, el poder, la intimidad, la vulnerabilidad. La falta de aspiraciones grandilocuentes oculta tantas veces un profundo miedo al fracaso”.

El diálogo sobre la historia de la vida del padre de Aura la llevó a armar un hombre conformado por lo que escribió, por lo que hizo por la lectura de otros y para otros, lejos de la idealización, del héroe culto que fue para ella de niña y para muchos de sus alumnos y alumnas. En la conversación que en principio abrió la biblioteca, poco a poco fue necesario hablar con quienes fueron sus socios en Goliardos, sus amistades, alumnos, personas con las que convivió y de quienes se fue alejando. 

Todo lo que no se pudo enunciar, porque no todo se puede, porque no con todo se puede, porque el amor existe aunque no condicione, en tantas de sus formas, se materializaba cada que Juan Manuel García-Junco le entregaba a Aura un paquete con un libro, sobres de atún y 200 pesos, tradición que la autora llama a instaurarse cada que una quiera hacerle saber a alguien que es importante, que se le quiere. 

La carrera literaria de Aura García-Junco data de la infancia en la que relataba historias mientras su familia cenaba quesadillas y aunque se estancó por unos años tras críticas prematuramente duras (sí, de su padre), ha edificado narraciones en torno a la ficción experimental como Anticitera, artefacto dentado y Mar de Piedra; ahora se ha sumado Dios fulmine a la que escriba sobre mí, al trabajo ensayístico que comenzó con El día que aprendí que no sé amar. 

Ana Karina Vázquez
akarina.vb@gmail.com
Periodista de la generación del fin del mundo. Hija de la crisis y de la incertidumbre. Tengo muchas pasiones.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *