Fotografía: Ana Karina Vázquez
Aunque todos, en todas partes, más o menos,
caminamos sobre mayor o menor cantidad de muertos.
Hay muchos más muertos que vivos, es una verdad sencilla,
y todos terminan hechos tierra.
Mariana Enríquez, Alguien camina sobre tu tumba.
En diciembre de 2015 me acerqué por primera vez a un panteón con la curiosidad turística e ingenua de saber cómo se veía el sitio donde supuestamente estaban los restos de Salvador Allende, el presidente de Chile que decidió suicidarse tras la invasión de los militares que derrocaron su gobierno con ayuda del gobierno estadounidense, como lo documenta la periodista María Olivia Mönckeberg en el libro Los magnates de la prensa.
Fui a estudiar un semestre a ese país con las referencias vivas de las marchas estudiantiles, la ilusión del gobierno de izquierdas, la efervescencia política entre las juventudes y la llegada de líderes de organizaciones de estudiantes al poder institucional sin haberse corrompido. Un sueño, además de la música, ese electropop hijo del rock de los 90 y principios de los 2000 que tanto me hace bailar sin preguntarme si puedo, el vino tinto y las estaciones invertidas, una navidad primaveral. No fue un sueño ni una pesadilla, fueron días raros y ambivalentes, como todos.
Uno de esos días por el sur, terminé -terminamos- en una explanada gris, un ambiente extrañamente sombrío y silencioso. Llegamos a Recoleta, una comuna en la que nunca había estado antes, pues mis pasos por el gran Santiago fueron siempre por los mismos rumbos. El semicírculo de la entrada al Cementerio General estaba delineado por figuras de piedra blanca, opacas y porosas, con algunas mutilaciones, una capucha que cubría el duro rostro de roca tallada, las facciones finas de la nariz apenas se percibían por la postura cabizbaja y flotante, pero podía concluirse que eran monjas.
Detrás de las figuras de esas monjas dolientes había portales que lucían abandonados. Los colores de todo ahí parecían haber salido de una fotografía sepia bien guardada en una caja de latón, opaca pero definida. Habíamos llegado a la hora en la que supuestamente habría recorridos para conocer el lugar, ahora me vengo enterando que el lugar tiene casi 200 años y más de dos millones de muertos en sus instalaciones.
Esperamos bastante rato sin ver a nadie, hasta que de pronto se nos unió un grupo de gente y apareció el guía vestido de monje, con la túnica café similar a la que usan en la orden franciscana, nada cercano a las densas mantas sin movimiento de las estatuas de la entrada. Nos contó que la Plaza de la Paz, esa explanada que me pareció y me parece tan sombría, junto con su escultura, conmemoran el incendio en la Iglesia de la Compañía de Jesús en 1863, donde murieron dos mil personas, todas enterradas en una fosa común del Cementerio General.
La estatua que está al centro es excepcionalmente bella y oscura, luego investigo que está hecha de bronce y que la construyó un francés, Carriere Belleuse. Los arcos del semicírculo fueron usados como caballerizas por los militares, la figura de los militares me genera bastante repudio y más temor visceral que el que tuve cuando caminé por las callejuelas de ese panteón.
Además de las mismas leyendas de las novias muertas, las de los niños que hacían travesuras después de morir y una escultura de un león al que le habían peinado con gel la melena, recuerdo tres cosas: la tumba de Allende, la de Víctor Jara y el mausoleo.
La tumba de Allende la inspeccioné con curiosidad periodística, a pesar de que ya estaba bastante entrada la noche para cuando pasamos por ahí. Durante mi estancia, fui asidua al Centro Cultural La Moneda, muy cerquita de donde el presidente murió, ahí vi un documental de su familia en el que la escritora Isabel Allende aparecía y narraban el exilio, el caos, la disputa y las sospechas de qué había sido de sus restos después de dejar de existir. Me asomé bastante a la fosa con rejas, como si mi mirada pudiera haber determinado qué fue lo que les pasó a esos huesos.
Cuando pasamos por la tumba de Víctor Jara me sentí doliente, su doliente. Lo mismo cuando pasaba por el estadio que aún seguía festivo por haber ganado la Copa América hacía poco. A mí el estadio me recordaba a los desaparecidos, a las detenciones arbitrarias, a los abusos de los militares, a los dedos rotos y a la guitarra de Víctor Jara.
No soy fanática del terror, me parecen burdas y simpáticas, en el mejor de los casos, las animaciones de monstruos, la sangre falsa, los fantasmas. Mis miedos son más intangibles, quizá, por eso, muchas veces peores. Aunque comparto esa fascinación hacia la rareza, hacia lo oscuro y misterioso que nos lleva a escuchar leyendas, que me hacía mirar series de asesinatos en la adolescencia, pero no soy una conocedora de las artes oscuras.
Tampoco soy supersticiosa, me escudo en que lo sobrenatural no es racional y no me da miedo, más miedo que los muertos por la guerra sucia, más miedo que los muertos por el narco, que las mujeres muertas por feminicidio, que los secuestros, que la impunidad, que toda la mierda del mundo. Aún así, ese día tuve mucho miedo.
El recorrido por el Cementerio General tuvo varias paradas en las que el guía contaba relatos de quienes estaban ahí enterrados, pasajes de la historia que mi memoria ya borró. Pero la que marcó la visita fue cuando paramos en el mausoleo que parecía una casita de dos aguas. Los colores de la fachada, al menos con los que hoy mi recuerdo decide dibujarlos, eran de azulejos verdosos, brillantes bajo la luz de la luna, al menos eran tres columnas entre las que se podía caminar. No pensé que nos fueran a dejar, o a pedir que entráramos, y menos, que en cuanto pusiera un pie dentro, sólo iba a querer salir.
Caminamos del brazo en línea recta, entre las columnas apareció una sombra negra, sólo pasó de derecha a izquierda. Caminamos más rápido, quienes iban delante de nosotros gritaron y corrieron, yo me sugestioné, miramos hacia el fondo y alguien más venía hacia nosotros, pero no de pie, sino a gatas, una figura que salía del fondo de las columnas, a donde no llegaba la luz y se acercaba velozmente hacia nosotros, caminando como camina una araña, pero del tamaño de un humano. Al mismo tiempo, me tropecé y lo vi más de cerca y mi acompañante cayó junto a mí, nos levantamos como pudimos y corrimos más. Salimos, el lugar no era tan grande en realidad, el miedo lo magnifica todo.
Ya afuera reímos mucho, como cuando se ríe una de sus propias caídas en público, entre de miedo verdadero al ver el suelo en la cara, de vergüenza por lo absurdo de la escena y de adrenalina, todo mezclado. Entendí entonces que quizá eso es lo que se siente cuando se sube a un juego mecánico o cuando se decide ver películas de terror. Cuando lo perturbador se controla y se decide, puede ser divertido.
Nunca fui a Chile con la intención de ir a un panteón, tampoco sabía que ese tipo de turismo oscuro tenía todo un mercado. Ahora empieza un poco esa fascinación macabra, la cercanía con lo único cierto para el futuro: la muerte.