Fotografía: Héctor Muñoz Huerta
I
Las montañas crecen en la mente de quienes se suben a la bicicleta, se agigantan. A veces monstruos, a veces templos generosos, de búsqueda y de encuentro. Crecen en la mente, pero también en el corazón. Las odiseas se escriben en dirección al cielo, en el fútil y poético esfuerzo por aproximarse a las nubes. La historia acontece de abajo hacia arriba. Subir, ascender, una histórica dialéctica entre la tierra y las estrellas. Los pulmones se llenan de cielo, se inflan, estallan: acto rebelde de creación y barbarie contra la humanidad misma. Las piernas hierven, se derriten. El pecho se llena de sombras y fantasmas: saldo no contabilizado de las leyes de gravedad. Dédalo desafió al mundo por acercarse al sol y lo pagó con la vida de Ícaro. Las y los ciclistas pagan con su cuerpo ese acercamiento que, sobran testimonios, parece un intercambio justo.
II
Ruta:
140 km, 70 de ascenso, 70 de descenso. Leyes distintas, pero combinadas en un martirio con notas de epopeya. Florituras de fábula: categoría reservada a los espíritus creativos. Tres municipios en el camino: Querétaro, El Marqués y Colón. La capital, un bricolaje industrial de tesoros velados; El Marqués, un conjunto de haciendas y planicies caracterizado por una portentosa espiritualidad; y Los Trigos, en Colón, un hermoso pinal esculpido a ventarrones por la azarosa mano del tiempo. Recomendable llevar comida suficiente, resolver los desafíos de hidratación (que serán abundantes y en muchos casos, incalculables). Primero hay que salir de la ciudad: cruzar el adoquín de cantera significa sentirlo en las manos. Su irregularidad, sus dibujos, sus acertijos. Habitar la frontera entre Hércules y La Cañada, dos asentamientos de abundancia mística, testigos en primera línea de una expansión urbana agresiva que condena la vida silvestre. El tren silba y aúlla como los migrantes que saludan arriba de los vagones, sonora línea de salida.
III
El ciclismo es un subgénero de la imaginación: reinventa el espacio, borra los trazados y apunta los propios. La velocidad no es únicamente una categoría del tiempo, sino de la imagen. Alfred Jarry, el excéntrico dramaturgo que bebía absenta y cargaba un revólver era un ciclista. Al autor de Ubú Rey, el primer investigador de la (inventada por él) ciencia de las excepciones mejor conocida como patafísica, le aburría la contemplación y la colocaba como un estado inferior al planeta de representaciones que otorga la velocidad. Arriba de una bicicleta, la ciudad y la carretera se aprietan en líneas luminosas, coloridas, que a sazón del viento en el rostro, estrujan las geometrías e inventan estructuras poliformes, irrepetibles bajo otras condiciones. El ciclismo no solo reside en el negocio entre las personas y las máquinas, sino en la creatividad de mirar el mundo desde la óptica de lo imposible.
IV
Cada ciclista construye sus mapas, sus galaxias traducidas en rutas, en secretos y atajos. En “Mientras embalo mi biblioteca”, el escritor Alberto Manguel asegura que las bibliotecas personales tienen mucho de autobiografía, dado que cada libro alberga el instante en el que fue leído. Así, cada ciclista construye su biblioteca personal de subidas: las jerarquiza, las acomoda. Les ofrece un espacio privilegiadol a sus preferidas. La edifica sobre sus propios géneros. Terror: la espeluznante explosión interna, las rodillas en ebullición, el mal día traducido en una pesadilla capaz de habitar todo un cuerpo. Fantasía: el día distinto, el luminoso ascenso donde las piernas fueron más que piernas, el espíritu más que espíritu y la montaña una hazaña sin ningún sentido. Drama: subir hecho pedazos, chorreando polvo y aceite, subir con la muerte a gritos, pero subir. También aventura, romance, suspenso. Como los libros, es común que las historias personales trasciendan al texto. Como los libros, algunas subidas se regalan, se ejecutan en compañía. Como los libros, en ocasiones las historias no caben en una persona y se requieren de cuatro, de cinco, de diez. Como los libros, leer uno te invita a leer otro. Los y las ciclistas suben una y otra vez, porque cada lectura es distinta y cada montaña exige su propia historia.
V
Ruta:
El primer ascenso a tener en cuenta es la entrada a la hacienda El Lobo, que le perteneció a Tomás Mejía, general otomí fusilado a un lado de Maximiliano y un personaje que sigue siendo uno de los nombres más respetados y queridos de la Sierra Gorda. La dureza de la subida es engañosa, su pendiente manejable produce movimientos e intensidades que, más de una ocasión, se pagan a jadeos. Se trata de un camino tendido de apenas tres kilómetros y medio con una inclinación suficiente para rendirse o envalentonarse. Comienza justo después de la zona de viñedos, que sería una pena no mirar, sobre todo en temporada de lluvias. Al atravesar El Lobo, a pocos metros de llegar a Alfajayucan, aparece por primera vez El Zamorano, a lo lejos. Siempre despierto, siempre expectante. La mirada del gigante persigue a los peregrinos por la carretera. Al mismo tiempo advertencia y bienvenida. El Zamorano acompaña, quieto, orbitado por nubes alargadas que salpican el intenso azul del cielo.
VI
El cerro del Zamorano se ubica a los pies de la comunidad llamada Los Trigos. Es el punto más alto del estado de Querétaro. Se trata de un volcán extinto de aproximadamente 11 millones de años. Su cima se ubica a 3340 metros sobre el nivel del mar. Junto a la Peña de Bernal y el Cerro del Frontón, pertenece al llamado Triángulo Sagrado, una región rebosante de capillas otomí-chichimecas. Los habitantes de Tolimán recorren el Triángulo Sagrado, lo caminan. Los abuelos llevan a los nietos y les enseñan las flores, los árboles. Las piedras. Los lugares donde se puede descansar y los lugares donde sería mejor no hacerlo. Se camina por días, donde se comparte el sol, la comida, el cansancio y los cerros. Pese al despojo sistemático de las mineras y las caleras de la zona, los pies de los peregrinos siguen recorriendo las piedras. ¿Qué son los viajes en bicicleta sino otro tipo de peregrinación?
VII
Las montañas concentran historias, las reúnen. La entidad con la que se involucran en las vidas de quien las visita, resulta no menos que sorprendente. El Mont Ventoux se ubica en la región de Provenza, en Francia, y ha sido escenario tanto de los momentos más luminosos en el Tour de France, como de los episodios más oscuros, más difíciles de mirar en la historia reciente del ciclismo de carretera. Al Mont Ventoux se le apoda el gigante de Provenza o La montaña calva. Rodeado de campos de lavanda, los últimos kilómetros camino la cima se caracterizan por un desolador panorama, de planeta vencido, carente de vegetación, que le calza a pedir de boca a esa fama de martirio oscuro. A finales de los sesenta, el ciclista Tom Simpson moriría al disputar el ascenso al Mont Ventoux. Se le recuerda en el suelo, con la mirada perdida, dando pedaladas al aire. El helicóptero lo lleva al hospital de Aviñón, el más cercano. Simpson ingresaría en calidad de cadáver. Golpe de calor, aunado a una cantidad importante de metanfetaminas y alcohol. José Antonio Montano afirma que las pedaleadas que dio al aire el ciclista Tom Simpson, le permitieron completar el Mont Ventoux y, añade que la mitificación de la montaña requería un sacrificio humano. Juan José Arreola le pondría voz a Tom Simpson: «Se me rompió el corazón en la trepada al Monte Ventoux y pedaleo más allá de la meta ilusoria. Ahora pregunto desde lo eterno en el hombre: ¿Cómo puedo emplear con ventaja los tres segundos que logré descontar a mi más inmediato perseguidor?».
VIII
El filósofo Roland Barthes, en su ensayo El Tour como epopeya, afirma que en el ciclismo la geografía se reescribe conforme a los caprichos de la épica. Los humanos se naturalizan, la naturaleza se humaniza. Las montañas se personifican, se transforman en villanos a salud del arco argumental. La montaña se vuelve un infierno superior, un lugar de pruebas homéricas donde un viaje personal es al mismo tiempo un viaje terrestre. El aprendiz en el sol, el notable dibujo de Duchamp reduce el escenario a sus elementos mínimos: una cuesta representada como una simple línea, a la que un ciclista se dirige con la cara abajo. El dibujo fue realizado sobre una partitura en blanco, donde el movimiento imaginario de la rueda, sumado a la cuesta mencionada, hacen música para sus espectadores. La montaña no existe entonces, hasta que se sube encima de una bicicleta.
IX
Ruta:
Presa de Rayas participa de un casco de hacienda, resquebrajado por los años. Mitad derrumbe, mitad testimonio de épocas de abundancia. Tras un paso complicado a través del pavimento hirviente, se sube una rampa dura coronada por algunas antenas radiales, otra metáfora de la tierra y la tecnología. El Saucillo es la última parada previa al ascenso definitivo. Conviene reabastecerse en alguna de las tiendas. Comprar comida, rellenar las botellas. La primera rampa es la más difícil. Un paso encadenado por voladeros tan peligrosos como seductores. Con cierta regularidad, los conductores que pasan en automóvil, bajan la velocidad para mirar de cerca esa batalla. Veinte kilómetros a través de tres asentamientos: Nuevo Álamos, El Coyote y Ejido Patria. Un ascenso de hora y media aproximadamente. Un paso de las llanuras y praderas, a la espesa humedad de los pinales. Los voladeros, de manera paulatina, se empiezan a salpicar de bosque, franca señal de que la cima se acerca. Un corredor de árboles enmarca la llegada: el cerro del Zamorano aparece estoico y la montaña lejana adquiere una cercanía hipnotizante. Las últimas rampas cuestan mucho, no por la dificultad, sino por la acumulación. Los últimos cuatro kilómetros ocurren en un mar de pinos, la carretera bordeada por sábanas de hojas que se desprendieron de los árboles en un pasado incierto. Entre la respiración entrecortada y las piernas adoloridas, un letrero con las palabras “Los Trigos” anuncia que el ascenso ha terminado y que, por esta ocasión, los barcos llegaron al puerto.
X
Ruta: Marc Augé en su ya histórico Elogio de la bicicleta escribe que andar en bicicleta reinventa el placer de vivir, recodifica la naturaleza del mundo. Más allá del transporte, uno se muestra como ciclista, como una entidad política que propone su propia velocidad del universo. No existe mayor paradoja entre la vida y la muerte que un descenso en bicicleta: se baja para sentir la vida, con la condición de ser vigilado por la muerte. Juego perverso de pulsiones y placer. Regresar por el camino por el que se llegó a un destino, se subestima con frecuencia. Dar la vuelta en Los Trigos, mirar los metros que se subieron (porque se miran), invita al salto, a sumergirse en los brazos del viento. Un efecto parecido al de rebobinar un viejo VHS. Ejido Patria, El Coyote, Nuevo Álamos, El Saucillo, Presa de Rayas, Atongo, Alfajayucan, El Lobo, Saldarriaga, La Cañada, Hércules. Barthes decía, también, que el escenario épico de la guerra no está en las batallas, sino al regresar al campamento, junto a la fogata que se alimenta de historias. Quizás el Zamorano no esté en el Zamorano, sino en casa de las personas que decidieron visitarlo.
*Este texto se publicó originalmente en la revista Asomarte #247 de noviembre 2024