Texto: Luis Ar Osorno

Fotografía: David Valdovinos


Hace unos días tuve la oportunidad de charlar con el poeta Ángel Ortuño. Aunque el clima parecía conspirar contra ese encuentro –una lluvia furiosa escupía las calles de Guadalajara-, al fin nos vimos y ensayamos algo entre la plática y la entrevista.

El poeta, que entre otros libros ha publicado Las bodas químicas (1994), Siam (2001), Minoica (2008), Boa (2009), Mecanismos discretos (2011), Perlesía (2012), Seamos buenos animales (2014), 1331 (2013) y El amor a los santos (2015), así como publicaciones en revistas como La Tempestad, La Colmena, Tierra Adentro y Letras Libres, parece no tomarse a sí mismo muy en serio, comparándose con Asurancetúrix -de la historieta de Astérix el Galo-, el poeta de la aldea, de quien se dice que las opiniones sobre su talento se encuentran divididas; él piensa que es un genio y los demás creen que es un imbécil.

Vemos en tu poesía varios elementos que saltan fácilmente a la vista: el humor, el collage, el absurdo, la sorpresa… elementos que remiten automáticamente a autores como Nicanor Parra y algunos otros desmitificadores de lo poético, ¿cómo trabajas con estos elementos en tu obra?

Claro, esos que mencionas son ejes muy importantes para mi trabajo. Y Parra, bueno, Parra es mi dios particular. Además, es mi vínculo con toda esa tradición.  

Hace poco se me objetaba, ‘es que Ángel le quiere vender a los jóvenes que eso es algo nuevo, pero eso es viejísimo’. Y yo no le quiero vender nada a nadie. Soy perfectamente consciente de que eso es algo viejísimo. La poesía nace con el lenguaje y el humor, el humor nace con el lenguaje y la poesía. La sátira, la poesía jocosa, la poesía que se ríe del mundo. 

Esta idea de trascendencia, del ir más allá, de las epifanías, las revelaciones, del poeta como la conciencia privilegiada que puede interpretar ciertas señales a mí sólo me da risa. Y de pronto, comencé a carcajearme y encontré gente que se reía. 

Hablaba con un amigo recientemente sobre Quintiliano, el retórico, quien decía que la sátira es un arte totalmente romano, porque los griegos lo habían tomado demasiado en serio. Con sus excepciones, Arquiloco de Paros, el escorpión, es un satirista fenomenal. Pero la realidad es que los romanos llevaron la sátira a las dimensiones del arte.

Y ahora, todos buscan mostrar sus objeciones como si todas fueran muy racionales y necesarias para el mundo y uno recuerda el pleito entre Góngora y Quevedo, donde se insultan con una ferocidad desmesurada y con grandes versos y uno dice, bueno, ¿por qué no?

Pero esa risa es siempre un poco ácida, de un humor casi negro, inevitablemente crítica, ¿no es así?

Claro. Mira, hay una polémica reciente en las redes, donde tipos como Yépez dicen que la ironía y la broma están al servicio del poder. Y yo digo, bueno, Heriberto Yépez es un tipo inteligente, cómo es posible que se haya olvidado de estudios que seguramente él ha leído y él conoce, a propósito de la figura del bufón, de la figura del loco, y es que precisamente ellos son los únicos que pueden decir las cosas como son. 

El humor jamás es vasallaje. El humor es en todo caso una subversión permanente. La única subversión que duda de sí misma. 

Parra, de nuevo, dirá en unos famosos versos “yo no creo en la vía pacífica/yo no creo en la vía violenta/ creer es creer en dios/ yo no creo ni en la vía láctea”.  A mí eso me parece fundamental. Yo veo ahí a Arquíloco de Paros, soltando el escudo en una batalla, diciendo no, yo voy a seguir vivo. Y el escudo se queda tirado y la deshonra, pero yo sigo vivo. 

La vida es orgánica y todos estos profetas se olvidan de ello, creyendo que por una idea abstracta vale la pena dejar de respirar. 

Entiendo que somos víctimas del modelo del espíritu misionero. De la gente brillante, instruida, que supone que sabe más que la gente común y que la tiene que guiar y sacar de su error. Pero a mí eso me parece absurdo. Yo disfruto mucho sintiéndome gente común; repleto de errores, buscando estupideces, creyendo en tonterías, regodeándome en el mal gusto. Es una sensación de sentirse vivo que ningún purismo puede dar. Todos esos purismos inspiran una sana desconfianza. Quieren llegar a una situación definitiva. Y lo único definitivo es la muerte. Y entonces dicen ‘eres cobarde, el poder te tiene’, y yo pregunto, ¿quiénes son los valientes?, ¿los muertos?, ¿los monumentos?, ¿los tipos de bronce?… ¿en serio? 

Es claro que en tu poética haces uso de distintos discursos, podemos ver cómo se mezclan en tus versos oraciones que podrían estar salidas desde artículos científicos, contratos jurídicos, a frases de la calle… 

Sí. Yo creo que todos los seres humanos podemos tener todas las ideas. Es como un enorme cajón de juguetes. Todo está ya ahí. Todo lo han pensado, todo lo estamos pensando, ¿por qué no jugar con todo?

Muchas veces en mi trabajo profesional –en la biblioteca- me topo con la necesidad de escribir oficios, correspondencia. Y digo, bueno, ¿por qué van todas estas fórmulas? No quieren decir nada. Pero las fórmulas son un guiño, una manera de comunicarse. Y entonces digo, bueno, si dividiera este texto conforme a pautas métricas, conforme a pautas de aliteraciones y patrones de alternación vocálica, qué es lo que sale. Y de pronto uno cree que leer un contrato es la cosa más aburrida y redundante del mundo y empiezas a escandirlo, y dices, mira, ese contrato de servicios empieza con cinco endecasílabos, ¿por qué hacen eso? Y mi primer impulso es jugar con ello.

Me cuentas que trabajas en la Biblioteca Octavio Paz, que está justo en el corazón de Guadalajara. No imagino lugar más adecuado para lo que escribes que esos andadores tan agitados, ¿qué opinas de ello? 

Para mí la relación es absoluta. A mí me parece muy divertido que haya gente que diga que milito en la línea de los que se desentienden de su entorno. Para mí es todo lo contrario.

Vivo rodeado de un idioma tramposo, de un idioma gozoso, de un idioma torvo. De la gente que se sube al camión a inventarles enfermedades a sus parientes imaginarios para sacar dos pesos. Para mí eso es una celebración, una efervescencia de la vida.  

Yo me traslado a diario en camiones repletos, voy en un estribo por fuera en una puerta que dice ‘esta unidad no puede circular con las puertas abiertas’, la puerta va abierta, la mitad de mi cuerpo va afuera, voy dando tumbos, si me suelto me mato. Y llego, hago dos o tres versitos y me dicen, ‘es un tipo elitista que no vive en el mundo real’. Me echan bronca tipos que tienen una cátedra en una universidad norteamericana con un nivel de vida veinte veces superior al mío, ¿y yo soy el deshonesto? No sé… me da mucha risa. No les resto méritos, me parecen tipos inteligentes, pero creo que se llevaron lo peor. Se llevaron la solemnidad. 

Veo que tienes un par de tatuajes de bandas de metal. Quizá hay poéticas que uno podría relacionar con ciertos géneros musicales ¿podrías decirlo de la tuya, crees que tenga algo que ver con el metal?

Sí, claro que establecería una relación. Creo que el metal tiene la virtud de ser una especie de barroco en el sentido en que lo decía Borges; el barroco como aquella tendencia estética que es limítrofe con su propia caricatura. A mí me gusta mucho el metal por eso. Es decir, está la exaltación de determinadas formas de representación visual, auditiva, de agresividad, el vestuario, el despliegue escénico… ¡realmente hay que tener 10 años para creer que eso es cierto! Pero a mí me encanta, me vuelve loco.

 Yo creo en ese concepto de suspensión el descreimiento como especie de pacto cuando uno va a ver una obra de arte. Vas en la posición del crédulo absoluto. Yo voy a creer todo lo que me digan y eso me ocurre con el metal. Y de la misma forma con la poesía que hago. Yo veo un niño en la calle dando un brinquito de cinco centímetros y estoy seguro de que está pensando en dar una patada voladora que dura un minuto en el aire. Y a mí eso me parece formidable y de alguna manera es lo que más me seduce del mundo: no lo que realmente haces, sino lo que imaginas a propósito de ello. 

Además, pienso en la música porque permite ese alejamiento del lenguaje y por ende de lo racional, permitiendo aventurarse más en lo meramente estético, las texturas…

Claro. A mí una de las aventuras estéticas de la poesía mexicana que más me apasiona es la del estridentismo. Y Germán List Arzubide, cuando le pidieron que definiera que era la poesía, dice ‘es una música de palabras’. Es eso. Y List se refería a una música disonante. No se trata de la armonía, del encanto, de aquello que todo mundo puede reproducir, sino de aquello que sorprende, que va a disgustar, que va a sonar, vamos; estridente. 

Necesariamente apela a una reacción defensiva, tal vez de repulsión, pero que es muy vital para el arte. No veo el arte en términos de conformidad, sino de pregunta. No creo que el arte deba dar ninguna respuesta. Me parece muy divertido seguir lanzando preguntas disparatadamente.

Ya que tocamos el tema del estridentismo, ¿cuáles semillas crees que ha cosechado en la poesía actual? ¿o es el caso contrario?

Yo creo que luego de pasar por una especie de proscripción de las historias de la literatura, de la crítica literaria mexicana, había ocupado un lugar común de que sólo era una especie de imitación del futurismo italiano, pero creo que ahora entre la gente más joven está encontrando mucho eco. Los atrae ese gesto desafiante, aquello que te dicen que es de mal gusto, que está mal dicho. 

Y a mí eso me hace pensar que siempre que leo una reseña donde alguien cargado de suficiencia dice ‘este joven autor no sabe lo que es la poesía’ yo voy y lo leo. Porque si lo pueden clasificar y encajonar como poesía, está muerto. Si no saben qué hacer con ello, si se les va de las manos y brinca para todas partes, es porque es algo vivo. 

¿Estás preparando algún texto para publicar? Recuerdo que en una entrevista decías que no solías pensar muy sesudamente los títulos de los libros o qué poemas integrarías en cada uno…

Mira, el sentido no es un don para el cerebro humano. Es nuestra mayor limitación. Todo tiene sentido. Nuestro cerebro funciona en esa dirección, funciona para darle sentido a todo; a lo más ridículo, a lo más absurdo. 

Si no entendemos lo que está pasando, si estamos aniquilados por el dolor, de todas maneras, el cerebro funciona en ese sentido. Entonces, si uno lanza pedradas al azar, basta con el hecho de que las reúnas y que las delimites en un formato específico –en el caso específico de los versos en un libro- para que todos empiecen a encontrarle sentido. No es algo por lo que debemos preocuparnos, es una fatalidad humana; va a ocurrir. Y entonces, pues yo me desentiendo de ello. Reúno lo que tengo a la mano, junto lo que me gusta, me llevo al cajón de los juguetes los objetos con los que estoy más entretenido en ese momento, cuando me invitan a publicar algo lo mando y allá va. 

Ahora en Chile va a aparecer una antología de mis versos, pero los editores, que además tienen un nombre irresistible –La Liga de la Justicia Editores- me dijeron que ellos habían seleccionado textos, pero pidieron también un libro inédito, cuyo título es ‘Su conducta infantil ya comienza a cansarnos’. 

Y es que hay un punto donde empiezas a hacer cosas y de pronto todos voltean y dicen ‘uy, nadie lo había hecho antes, qué novedoso, qué brillante’, tú sigues haciendo lo tuyo y a los tres años eres un imbécil. Y yo pienso, bueno, yo era un imbécil desde el principio.  Es muy divertido, porque me recuerda la historieta de Astérix y en el bardo -el poeta de la aldea- Asurancetúrix, que cuando lo caracterizan en el dramatis personae dicen ‘Asurancetúrix, las opiniones sobre tu talento están divididas: piensas que eres un genio y los demás creen que eres un imbécil. Realmente hay que ser muy ingenuo para pensar que tiene sentido seguir escribiendo o haciendo algo. 

Y entonces me entra la pregunta, bueno, ¿realmente los que me leen están tan mal que creen que vale la pena leerme? Y cuando digo, bueno, probablemente sí, me da mucha risa y siento que los quiero mucho.


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