Fotografía: Laura Santos


Yo sabía a lo que me arriesgaba. Sabía lo que podía pasar. Los comentarios llegaron a raudales; no a mi muro, porque mis ajustes de privacidad no lo permitieron, pero sí a la publicación de una activista que me acusaba de doxearle y de haber esparcido rumores sobre ella en el pasado. Reconocí a varias de las que comentaron y/o reaccionaron, ya sea porque las tenía entre mis contactos o porque previamente habíamos tenido diferencias. “Misógina”, “violenta”, “agresiva” y “llena de odio” fueron algunos de los adjetivos que vertieron sobre mí mujeres a cuya mayoría ni conozco (o me conocen), al menos no en persona. Entonces me pregunté: ¿es acaso esto mi primera funa?

Dice la Wikipedia que la funa (vocablo proveniente del mapuche y que se refiere a algo podrido) es “una manifestación de denuncia y repudio público contra una persona o grupo”. La historia de esta actividad se remonta a Chile, a finales de la década de 1990, cuando la organización Acción, Verdad y Justicia, parte del capítulo chileno de HIJOS, inició La Comisión Funa para denunciar públicamente a personas que participaron en actos de tortura durante la dictadura chilena. Así pues, los orígenes de la funa son encomiables, y sus acciones están (o estaban) dirigidas a luchar por los DDHH. Cuando las instituciones fallan, que es frecuente, la denuncia pública y el boicot social se vuelven la mejor opción. Porque se sabe que pocas cosas lastiman tanto al ser humano como el ostracismo, el rechazo social.

Con el advenimiento de las redes sociales, las funas se han convertido en tremendas armas, sobre todo cuando se hacen virales. Y para hacerse virales, las funas deben cumplir con al menos una de estas condiciones (aunque seguro existen más):

  1. Ser hechas contra alguien famoso.
  2. Ser hechas por alguien famoso.
  3. Realizarse con motivo de un acto tan deleznable que amerite su difusión por una gran cantidad de personas.

En mi caso, se cumplió la segunda condición. Quien lo hizo goza de cierta popularidad en el activismo social feminista y también en la política, al menos en el Bajío.

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Antes de continuar con la historia, cabe mencionar otro fenómeno ligado a la funa por ser un correlato de la misma: la cultura de la cancelación. Eso de la cancel culture empezó a escucharse hace menos de una década. Cancelar a alguien es un poco como funarle, con la diferencia de que la cancelación se dirige la mayoría de las veces a personas famosas y organizaciones en un afán de boicotear sus actividades económicas como consecuencia de haber cometido actos y/o expresado opiniones contrarias a los DDHH (o al menos contra los valores de quienes promuevan la cancelación). Piensen, por ejemplo, en Kanye West, que fue cancelado, entre muchas otras cosas, por apoyar a Donald Trump y por mostrar simpatía hacia movimientos de supremacismo blanco (WTF, Nye?). Cabe anotar que, además de personas y organizaciones, se suelen cancelar también expresiones artísticas, como canciones o literatura, si estas promueven cosas como el machismo, la pedofilia, la violencia de género, el racismo, etc. (¿se acuerdan cuando andaban cancelando la de 17 años?) Pero el concepto de “cultura de la cancelación” en realidad comenzó a ser usado por la ultraderecha y los grupos conservadores para quejarse de las cancelaciones que les estaban haciendo. Se pusieron sesudos y hablaron de cómo la cancel culture, inventada, por supuesto, por esos snow flakes milenials, iba en contra de sus derechos. Básicamente había gente millonaria, negocios y organizaciones perdiendo dinero por ser lo que eran: un hato de fascistas.

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Volvamos a la funa. Esta puede realizarse entre personas desconocidas para la mayor parte de la sociedad, y eso es lo “bonito” de ellas: funcionan a pequeña escala. Te pueden funar en el trabajo, en tu grupo de amistades, en la escuela, en tu ciudad, tu estado, tu país o el planeta entero, si es que alguna de las partes tiene ese poder. Con esa potencialidad, conviene revisar esa fina línea que divide a la funa de la difamación y el daño moral; la línea que separa la denuncia pública que busca justicia de aquella que solo busca dañar y acallar. Y es que no es lo mismo la minifuna (una crítica atinada, en realidad) que una estudiante de El Colegio de México le hizo al exembajador de EEUU en México, Christopher Landau, en septiembre de 2020, que la mega funa con la que este le respondió, provocando que sus millones de seguidores la acosaran en su cuenta de Twitter, que apenas rondaba los 300 seguidores en aquellos tiempos.

Esto me lleva al story time: cierta tarde de octubre de 2022 hice una publicación en Facebook (con la privacidad puesta en “público”) en la que comentaba a mis poco más de 500 contactos y seguidoras que había dos activistas en Querétaro a las que se les estaba dando mucho foro y difusión, pero que son transfóbicas. ¿Por qué me pareció importante señalar eso? Porque en un país en el que la esperanza de vida de las mujeres trans es de 35 años, que es el segundo lugar a nivel mundial en asesinatos de personas trans y en el que la salud mental (y la vida) de millones de personas no cisgénero penden de un hilo, lo que menos necesitamos es a feministas autoproclamadas defensoras de derechos humanos (y “radicales”) haciendo precisamente lo contrario: malgenerizando, inventándose conceptos ridículos, como el “borrado de mujeres”, y (más preocupante aún) cabildeando para negarle derechos a las personas no cis (como yo); derechos fundamentales como los de la identidad, el libre desarrollo de la personalidad, el de la salud y un largo etcétera.

Con la curiosidad que caracteriza a la banda, no tardaron en preguntarme en un comentario a quiénes me refería. A mí no me va eso de aventar la piedra y esconder la mano; por otro lado, las dos mujeres a las que me refería son muy públicas en cuanto a su postura antitrans. Han realizado publicaciones al respecto, compartido contenido transodiante de otras mujeres transfóbicas e incluso en meses pasados un grupo ligado a una de ellas organizó una “encuentra separatista” a donde invitaron a reconocidas “activistas” antitrans. No habría yo sacado a nadie del clóset terf, puesto que ellas no estaban adentro. Así que di los nombres.

Uno que otro like, varios “me asombra”, otros tantos “me entristece”. Luego un comentario que mencionaba la localización geográfica de una de las activistas. Ese fue el problema, pero también el pretexto. Aquí la cronología se complica porque no sé bien qué pasó primero, si la funa o que la persona que hizo el comentario sobre la ubicación de la activista me contactara para decirme que ella le había escrito en privado para pedirle borrar el comentario (cosa que hizo al instante) puesto que su ubicación era confidencial por cuestiones de seguridad. Me pareció lo más sensato. No soy ingenue (así, en no binarie), mucho menos mezquina; así se tratara de la mismísima Laura Lecuona, J.K. Rowling o cualquiera de esas mujeres que se han empeñado en generar odio contra nosotres, si yo supiera su ubicación y supiera que alguien quiere hacerles daño, no la divulgaría. De hecho, a lo largo de los años de conocer a esta activista, al menos en un par de ocasiones me escribió desde números confidenciales, me confió su ubicación y me pidió no divulgarla. Nunca lo hice. Ni lo haría. Y no por sororidad ni por el hecho de ser feminista, sino porque no soy une culere. Sin embargo, de eso se me acusó. La activista publicó en su perfil público, con un número de seguidoras y seguidores que ronda los 19 mil, que había yo revelado su ubicación, poniéndola así en peligro; además, afirmó que tres años atrás había esparcido rumores sobre ella, cosa que tampoco era cierta, pero bueno, créanle a su feminista de preferencia. Eso sí, ni una mención de lo que yo señalé en mi publicación, es decir, su transfobia. Experta en desviar la atención. Los comentarios no se hicieron esperar, incluso hubo algunos de la otra activista a la que señalé. Esta última mencionó algo acerca de la amistad, el cariño y el trabajo en conjunto que existió entre nosotras. A esto yo agregaría la admiración, porque no es como que no reconozca el trabajo de ambas. Pero defender los DDHH no se trata de equilibrar una balanza: o defiendes todos o haces evidente tu selectividad y tu franca oposición a la existencia, identidad y dignidad de un grupo de personas. ¿O ya se nos olvidó la crítica que le hemos venido haciendo por décadas a las feministas blancas? Sí, qué bonito que defiendan los derechos de ALGUNAS mujeres, pero eso no hace menos horrible que pisoteen los de otras.

La funa había sucedido. Y quienes hayan leído la publicación quizá puedan argüir: “Tay, fulanita nunca dijo que te funaran o que te molestaran o cancelaran. No te hagas la vístima; eso es tan típico de Leo”. Pero no hizo falta. El cúmulo de comentarios que la defendían ciegamente (porque esto es más un fandom que sororidad) y que aseguraban que soy una persona sumamente violenta, en ningún momento fue moderado por ella. Tampoco negó, en las oportunidades que dieron muchos de estos comentarios, su alineamiento con este movimiento antiderechos ridículamente llamado “lucha contra el borrado de mujeres”; de hecho, solo hace falta irse a unos meses previos en su muro para encontrar publicaciones llenas de admiración y loas para con reconocidas señoras transfóbicas como Marcela Lagarde, Amelia Valcárcel, Alda Facio y Andrea Medina. Lo único que atiné a hacer para proteger mi privacidad y paz mental fue bloquear a infinidad de mujeres (muchas de las cuales en el pasado me habían expresado su admiración y apoyo en mis andares activistas con #YoTambiénUAQ) y básicamente abandonar la cuenta de Facebook que había tenido por más de una década. Me replegué. Y me impactó que la razón haya sido un grupo de feministas y activistas y no uno de los hombres violentos que he ayudado a denunciar.

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Desde que las y les activistas nos hemos descubierto susceptibles a la funa y a la cancelación, han surgido discusiones que antes solo se tenían desde la derecha y los grupos conservadores. Lo cierto es que nos encontramos en un momento en el que las líneas son tan difusas que a veces ya no es sencillo distinguir si los ataques vienen de donde siempre o si se trata de “fuego amigo”. El asunto es que la historia está plagada de ejemplos de cómo ciertos grupos sociales se apropian de las estrategias de otros que se les oponen con el afán de darles una cucharada de su propio chocolate. Los grupos antiderechos se quejan de las denuncias en su contra, de los llamados a dejar de consumirles, admirarles, apoyarles y seguirles en redes llamando a esto “inquisición” o, una de sus favoritas, “cacería de brujas”. Lo que parecen no recordar es que durante décadas esa ha sido precisamente su estrategia para dejar desprotegidas a comunidades como la LGBTIAQ+ o la negra, por mencionar un par: “con esa gente no hago negocios”, “a esa gente no hay que dejarla entrar”, “esas personas no se pueden casar, estudiar, comprar propiedades, entrar a este baño, darles clases a mis hijos, ocupar cargos públicos”, etc. Pero cuando nosotros exigimos el respeto básico a nuestros derechos humanos y denunciamos sus actos discriminativos, de pronto somos la violencia encarnada.

Paradójicamente, personas como J.K. Rowling, Laura Lecuona, Arussi Unda (la fundadora de Las Brujas del Mar) y muchísimas otras que han hecho tanto daño a la comunidad trans no se ven afectadas por las funas o cancelaciones como sí lo hacemos quienes no gozamos de sus capitales económico, social y simbólico. Y es que eso es algo más que se ha hecho evidente durante los últimos años: antes de salir del clóset del terfismo, hay un trabajo previo de acumulación de capitales que se usan, dicho de manera muy general, para dos cosas: 1) para ayudar a víctimas de violencia machista de forma selectiva y 2) para hacer crecer la base de seguidoras. En cuanto al primer punto, por dar solo un ejemplo, hace poco la saxofonista mexicana María Elena Ríos, quien fue víctima de un intento de feminicidio con ácido orquestado por su expareja y exdiputado del PRI Juan Vera Carrizal, se presentó ante la Cámara de Diputados para exigir justicia. Ríos iba acompañada de un grupo de diputadas entre las que se encontraba la panista Mariana Gómez del Campo, sobrina del expresidente Felipe Calderón y de su esposa Margarita Zavala, dos figuras políticas que están ligadas a la organización TERF Las Brujas del Mar. En días posteriores, María Elena Ríos mencionó en una entrevista el “borrado de mujeres” como parte de su lucha por la búsqueda de justicia.

Y antes de que me vuelvan a funar, no, no estoy llamando a cancelarla o a funarla, sino a poner atención a lo que la activista chiapaneca Karen Dianne Padilla llama “instrumentalización de la violencia”: las mujeres víctimas de violencia machista están siendo usadas para avanzar la agenda transodiante. Las organizaciones feministas transexcluyentes les ofrecen apoyo legal y económico, así como una plataforma para ampliar su voz; de esta manera legitiman su trabajo en favor de la defensa de las mujeres mientras que apuntalan sus esfuerzos para negar derechos a la comunidad trans. Esto deriva en el segundo punto. Al publicitar la ayuda en casos de violencia que se han hecho famosos en el país y encontrar eco a sus discursos transexcluyentes en las víctimas que apoyan, las colectivas y grandes organizaciones transodiantes aumentan en número su base de seguidoras, construyendo así un especie de ejército virtual (o presencial, como en las marchas) que sale en su defensa y ataca, con o sin órdenes directas, a quienes denunciamos su transfobia. Lo más preocupante, a mi parecer, es que la acumulación de capitales, que se traduce en poder, se emplea, sobre todo, en el cabildeo destinado a influir en políticas públicas que afectan los derechos más fundamentales de las personas trans. Y con números tan grandes de personas que las respaldan, no es sorpresa que estén avanzando en sus planes.

La funa y la cancelación siempre fueron armas de doble filo. La tendencia humana a buscarse a quién idolatrar y a creer cualquier cosas que sus ídolos (o ídolas, diosas, brujas, hermanas) les digan ha sido la mayor debilidad de estas herramientas. Cualquier estrategia es susceptible de ser arrebatada si se descubre que puede servir a intereses propios, sin importar el nivel de contradicción en el que se caiga. Hoy, como siempre, se negocia con los derechos humanos, y así grupos que aparentemente eran contrarios, como el PAN y las feministas “radicales”, resultan tener en común el odio a las personas trans, particularmente a las mujeres trans. Hace algunos años, las feministas en conjunto repudiábamos las marchas del Frente Nacional por la Familia; ahora esta secta radical organiza una marcha contra el supuesto borrado de mujeres (es decir, en contra de las personas trans) en el marco del Día Internacional de las Mujeres.

A las y les funades, por nuestra parte, nos toca reorganizarnos, repensar estrategias y priorizar el autocuidado. Pero si hay un lujo que no podemos darnos es el de dejar de luchar, de la forma que sea. No podemos dar por sentado los derechos que hemos alcanzado y no podemos dejar de dar la batalla por la conquista de los que nos faltan. Y esto no se logra, como pretenden las feministas transexcluyentes, pisoteando los derechos de alguien más.

Tay Salander
tiresiassalander@protonmail.com
Ella/elle. Eterna aspirante a escritore, aficionade a la divulgación científica en temas de salud mental, medio lingüista, traductore, docente, activista y sobreviviente de la iglesia cristiana.

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